MIEDO Y ESPERANZA
Pocos
sentimientos hay tan naturales como el miedo. ¿Qué sentir, entonces, cuando en
nuestras vidas se cruza algo tan inesperado y cruel como la pandemia que nos
tiene recluidos? Es muy difícil no tener miedo ante un efecto que puede ser devastador
en muchas familias y colectivos.
Reconocer
ese miedo no es algo negativo. Tener miedo no es malo y no es peor creyente
quien lo siente. Adolf Gesché, el gran teólogo belga, decía que había que
incluir una petición nueva en el Padrenuestro, que era “líbranos del miedo”. La
Biblia nos muestra que la experiencia de temer es normal. Ante el peligro,
tiene que haber temor y en la literatura sapiencial, los necios son los que no
temen.
El
problema del miedo es que tiene un elemento paralizador, que estamos llamados a
superar. En esa superación del miedo no estamos solos. Nos encontramos con un
Dios que no actúa de modo paternalista. No quita la causa de nuestro miedo,
sino que nos ayuda a atravesar la situación mostrándonos que va con nosotros. Dios
le dice a Jeremías “no temas y no te haré temer”. Nos hace ver que si vivimos
con miedo estamos condenados a temer. Y si tenemos miedo, la palabra de Dios va
a estar encarcelada.
El
miedo se vence con la conciencia de una presencia: “Yo estoy contigo”. Esa
fórmula de asistencia es la invitación inequívoca a confiar en Dios. Probablemente,
no hay mejor imagen para reflejar esa confianza que la que nos ofrece el salmo 131,
con el niño en brazos de su madre: allí nunca tendrá miedo. Es la imagen de la
tranquilidad y la confianza extrema. La conciencia de la presencia de Dios
ahuyenta el miedo y nos permite acometer aquello que nos atenazaba. Dios es también
el pastor que nos ayuda a atravesar esos valles en los que nuestra vida está en
peligro. Como dice San Pablo, no
hay ningún miedo que nos pueda separar de Dios.
Si vivimos sin esa confianza, el miedo no nos va a dejar
ser auténticos y libres. Puede ser una cárcel, al quitarnos la libertad. Desde donde
mejor podemos aprender cómo responder al temor con confianza es desde la propia
experiencia de Jesús. En Getsemaní Jesús, que siente miedo, le pide a Dios que
le libere. Podemos contemplar esa experiencia como la situación de estar entre
el miedo y el amor. ¿Qué poder tiene más fuerza? Sin duda, el amor. La
confianza se recupera cuando se experimenta esa presencia de amor.
En
los evangelios hay también una invitación muy fuerte a encontrar como mejor
antídoto contra el miedo la búsqueda de la alegría. Muchas veces en esos textos
frente a los miedos se nos invita a recuperar esa mirada alegre a la realidad,
aunque lo primero que vean nuestros ojos sea dolor y desosiego. Activar esa alegría
da sentido a nuestras vidas y en estos días tan complicados tenemos que dar
preferencia a tratar de descubrir el rostro alegre de la solidaridad, el
esfuerzo común y la propia alegría que se comparte, incluso en los momentos más
duros. No es fácil, porque podemos sentirnos débiles e impotentes ante la
fuerza brutal de una enfermedad que parece incontrolable. Pero es precisamente
en esa debilidad, como dice San
Pablo, donde vamos a encontrar la fuerza que viene de Dios.
La clave es descubrir que hay un amor más grande que
nos sostiene; entonces, todo es posible. Es vivir la experiencia del vínculo:
no estamos solos. Lo que estamos viviendo estos días nos descoloca, porque todas
nuestras pautas de normalidad han cambiado. Pero, precisamente, cuando más descolocados
nos sentimos más se puede reavivar ese vínculo con Dios. Entender, asumir e integrar
el dolor y el temor es algo que no podemos lograr nosotros mismos, pero unidos a
Dios sí, porque Él es más grande que nuestros miedos. Nos invita a hacer presente
allí donde estemos que la confianza puede vencer al miedo.
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