EL CORONAVIRUS Y LA SEMANA SANTA
Las
circunstancias en las que este año celebramos la Semana Santa son
excepcionales. Confinados en nuestras casas, llegan los días del año en los que
nos hubiéramos reunido para compartir en comunidad la experiencia de la cruz y
la esperanza en la resurrección. En las condiciones en las que estamos, se hace
raro y difícil pensar en vivir con intensidad estas celebraciones sin vernos
las caras. Esta singularidad, sin embargo, es también una oportunidad para dar mayor
sentido a la celebración de la cruz y a la meditación ante la hoguera de la
vigilia Pascual. Como escribió Juan Martín Velasco, “cuando todo parece ocultar
a Dios y hasta él mismo parece abandonarnos, ¿de dónde si no podríamos sacar
fuerza para confiar?”.
Siendo
variados los textos y reflexiones que podemos encontrar, nos pueden ayudar
mucho en esta tarea las palabras de Josito, Vicario episcopal de la Iglesia de
Madrid para el Desarrollo humano integral y la Innovación, que reproducimos a
continuación:
Qué
distinta es este año es la Semana Santa y cuánto se parece a la Semana Santa
genuina, la que aconteció en Jerusalén hace más de 2000 años. Por razones que
se nos escapan, nos encontramos con una Semana Santa singularísima,
posiblemente única en la historia de nuestra tradición cristiana.
Los
cristianos sabemos bien que Dios no quiere el sufrimiento de las personas. Detesta
cuanto nos aleja de su felicidad y no puede mandar bichos asesinos para que nos
compliquen la vida. Al contrario, él es el aliento que sostiene a nuestros
sanitarios, la fuerza que se regala en tantos hombres y mujeres que se prodigan
en cuidarnos y en curarnos. Él está también llenando de misterioso calor tanta
enfermedad en solitario, tantas muertes frías, tantas despedidas sin abrazos.
Por
eso, esta Semana Santa tiene algo de único e irrepetible. Es un acontecimiento
decisivo que nos invita a vivir con toda la serenidad posible cuestiones muy
vitales de nuestra fe. Por una vez, todos los humanos, ricos y pobres, jóvenes
y viejos, de derechas y de izquierdas, ateos y creyentes, compartimos la
pérdida de libertad, la extrema vulnerabilidad e incertidumbre, el miedo y el
confinamiento. Lo mismo que vienen soportando los refugiados, los prisioneros o
simplemente las personas impedidas sin apoyo social o tantos y tantos ancianos
en soledad.
Pero
en este Domingo de Ramos no solo compartimos impotencias e inseguridades. Este Domingo,
sobre todo, compartimos fe y esperanza. A los creyentes nos une la misma fe. Hasta
me atrevería a decir que creyentes y no creyentes en esta zozobra colectiva
estamos más cerquita de experimentar lo finito y lo limitado de nuestra vida y
más abiertos a reconocer en estas circunstancias el anhelo de infinito que late
en nuestros corazones, la sed de sentido más allá de la crueldad de la realidad
que tenemos que enfrentar.
En
este Domingo de Ramos celebramos que Jesús entra en Jerusalén aclamado por las
gentes vitoreado por los suyos y acompañado por ramos. A nosotros no nos sale
casi ni un hilillo de voz, pero sí el suficiente para decir desde el hondón del
corazón “Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor”. La razón de
nuestra existencia, el ancla que nos asegura en medio de la tempestad. Es
verdad que en momentos decimos con el salmista “Dios mío, Dios mío, por qué me
has abandonado”, pero esta queja totalmente comprensible pronto da paso a la
confianza, a una confianza que no depende del pico o no pico de la curva o no
curva que vemos todos los días.
Nuestra
confianza, como en el texto de Isaías, se residencia en Dios. Tenemos bastante
con poder decir con el profeta “el Señor me ayuda, no quedaré defraudado”. Aún
en medio de esta calamidad sabemos bien dónde está nuestra esperanza. Sabemos
muy bien que el crucificado es levantado por Dios, que él recibe el nombre
sobre todo nombre y que la muerte y el maldito coronavirus no tienen la última
palabra.
Es
verdad que estamos atribulados y empezar la Semana Santa sin ramos, sin dar la
vuelta con la Borriquilla a la iglesia de San Antón, sin procesionar juntos
cantando y con la banda de todos los años nos hace sentirnos bastante raros. Sin
embargo, es una ocasión imponente para sentirnos nosotros inicio de pasión,
para identificarnos con el Señor sufriente. Hoy somos un pueblo sufriente,
extremadamente frágil. De algún modo somos un pueblo crucificado por un bicho
pequeñísimo que nos ha revelado nuestra pequeñez y ha hecho ridículas nuestras
pretensiones vanas de grandeza, nuestras clasificaciones sociales, nuestras
vanidades y, desde luego, todas nuestras fronteras.
Precisamente
por eso, quizá como nunca, podemos identificarnos con Cristo, experimentar la
necesidad de ser salvados de lo que nuestros esfuerzos prometeicos no nos redimen:
del mal que asola el mundo, del pecado que se apodera del corazón humano y de
la muerte que en momentos parece desbocada. Nos hacemos cargo como nunca de lo
que significa la pasión del Señor, sentimos lo que supone soportar una pesada
cruz y, por ello, nos disponemos a experimentar que nuestro Dios, el mismo que asumió
nuestro pellejo y nuestra condición, es un Dios de vivos, es un Dios de
esperanza, es un Dios que no consiente que la muerte tenga la última palabra.
Pero
también sabemos que no hay resurrección sin cruz, que no hay experiencia de
resurrección sin asomarnos al abismo de la oscuridad. La Semana Santa nos
introduce en todas estas paradojas, en un drama donde se expresa la intensidad
de lo humano y de lo divino, la vida y la muerte. Es una semana donde nos
acercamos a lo más sublime de lo humano y también a lo más rastrero.
En
este drama, Jesús brilla con luz propia. Sólo él puede salvarnos, solo él nos
puede regalar el pasaporte de ciudadanos del cielo a quienes habitamos esta
tierra. Solo él es la garantía de la dicha, la esperanza contra toda esperanza.
En definitiva, solo en este Dios y con Dios podemos decir con convicción que todo
va a salir bien. Feliz y venturosa Semana Santa. Aun con la que está cayendo,
gozoso y esperanzado Domingo de Ramos.
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