PREPARÁNDONOS PARA LA DESESCALADA
A
medida que van pasando los días de confinamiento y se nos anuncia que en las
próximas semanas se empezarán a dar pasos para ir recobrando poco a poco una
relativa normalidad se nos abren nuevas posibilidades externas, pero también
algunas dudas internas. Las primeras están ligadas, principalmente, a ir
recuperando el tono de nuestro quehacer cotidiano y, sobre todo, a poder dar
cauce a lo que las circunstancias tan severas nos han impedido.
En
una larga lista estarán tanto la urgencia de lo primario (volver a salir,
pasear, correr,…) como el deseo de reencuentro físico con tantas personas
queridas. Deseamos recuperar el abrazo y volver a ocupar con nuestros seres
queridos los espacios comunes de encuentro, a los que ahora damos mucho más
valor. Será prioritario también poder compartir físicamente el duelo con tantas
personas cercanas y queridas, vetado por el aislamiento forzoso.
La
duda principal es si, como nos dicen, saldremos mejores y más unidos de esta
dura experiencia. Si seremos capaces de estar cerca de los que en este tiempo han
visto sus vidas atravesadas por la pérdida, tanto de seres queridos como de medios
de vida. Si sabremos valorar de otra forma la oportunidad de vivir cada día. Si
el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad compartida nos acercará más al
rostro del otro. Comprobaremos también si nos afanaremos en estar cerca de las
víctimas de esta crisis o si nuestra gran preocupación será buscar culpables.
Desde
la perspectiva creyente, podemos ir preparándonos para esta salida desde distintas
claves. Esta dolorosa pandemia, además de traer sufrimiento y desasosiego, nos
obliga a replantearnos muchas cosas en nuestro retorno a la vida “normal”, que
eran básicas pero que tal vez no veíamos como prioritarias. Una primera que me
atrevo a sugerir es el necesario reconocimiento de nuestra fragilidad. En
nuestro itinerario vital, hay una parte de fragilidad que tenemos que asumir.
Es importante para caer en la cuenta de que estamos caminando hacia una
plenitud que llegará en otra dimensión. Es cierto también que hay algo que ya podemos
sentir y experimentar y que ayuda a convertir las fragilidades en oportunidades:
“cuando soy débil, soy fuerte”. Puede que la plenitud esté en reconocer y
asumir la fragilidad de la vida humana aquí y ahora.
Una
segunda clave es hacernos más humanos y cercanos. Vivimos
en un mundo de fachadas -el gran teatro del mundo-, donde mucho de lo que vemos
y que construimos nosotros mismos son apariencias. Se trataría de encontrar
cuál es la verdad de nuestra propia vida. Uno de nuestros objetivos podría ser tratar
de buscar cómo llevar una vida más transparente. Tal vez una buena pista sea vivir con profundidad las
pequeñas cosas cotidianas. Hacernos más humanos tiene algo de pararse y valorar
más lo cercano y a los cercanos.
Hay
una tercera clave, muy vinculada a la anterior, que es vivir atentos a los
demás. Para eso es necesario ampliar nuestra mirada, muchas veces demasiado
estrecha. En parte, la sabiduría de la vida es la capacidad de estar atentos a
las personas. Se trata de escuchar la vida, a los otros, al mundo. Probablemente,
quien mejor lo definió fue Teilhard de Chardin. En sus libros habla mucho de
educar la mirada, que es vivir atentos, saber contemplar las cosas, disfrutar
de lo cotidiano, y esa contemplación tiene que terminar en el único lugar en
que se demuestra que es auténtica la experiencia de Dios, que es en el estar
atentos a los demás. Eso implica ir por la vida sin necesidad de enjuiciar a
nadie o colgar etiquetas y, sobre todo, preocuparnos por los más débiles y
vulnerables.
Una
última clave es estar siempre preparados para el cambio, por mucho que creamos
que en cada momento podemos llevar las riendas de nuestra propia vida. Toda la
vida es un viaje donde hay un punto de partida, lugares de paso, unos
obstáculos y una meta que vamos descubriendo. Podemos utilizar este molde para estar
siempre preparados para una nueva experiencia, que, como ahora, nos puede venir
impuesta por circunstancias nada deseadas.
En
este sentido, el viaje cristiano es algo así como un hacernos conscientes de lo
que somos y de la realidad que vivimos. La cuestión, de nuevo, es aprender a
ver. Con esta pandemia hemos aprendido que una imagen expresiva es la del
reloj, que nos ofrece un viaje más circular que lineal. Sus agujas nos están
marcando que en cualquier momento ese viaje puede acabarse.
Siguiendo
con estas imágenes, cada vez que nos toque emprender un nuevo viaje en la vida
tendremos que elegir entre dos opciones. Una es hacerlo ayudados de un GPS. Puede
que si lo hacemos así lo tengamos todo más claro. Hay quien necesita, sobre
todo, seguridades. Otra forma es hacerlo con brújula, porque, en el fondo, lo único
que debemos tener claro es el norte. Siendo honestos, todos necesitamos a veces
el GPS y también la brújula para llegar al destino, que desde la perspectiva
creyente es un encuentro en clave de amor; ese es el único norte. San Juan de
la Cruz hablaba de hacer el viaje de la vida para vaciarnos de todo lo que no
es Dios y llenarnos de todo lo que sí es Dios. Para tener una vida más plena
nos tenemos que ir vaciando de todo lo que hay de desamor.
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