TEOLOGÍA DE LA CRUZ (Juan Martín Velasco)
Las
sucesivas generaciones de creyentes han elaborado diferentes tecnologías
destinadas a superar la paradoja de la Cruz convertida en fuente de salvación.
Lo esencial de todas ellas está resumido en el artículo del Símbolo: "Por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato...". Su centro
es el por nosotros y por nuestra salvación. En esas fórmulas descubren los
teólogos un triple significado: "por nosotros", "a favor
nuestro", "en nuestro lugar", que tienen como trasfondo común
"por amor a nosotros".
De
aquí han surgido todas las teologías de la cruz. Sin entrar en detalles, cabe
señalar, por la influencia que ha tenido en la espiritualidad y la piedad
cristiana, la teología que interpreta la muerte de Jesús como muerte expiatoria
exigida por el Padre para satisfacer la justicia divina ofendida por el pecado
de los hombres. Hoy los teólogos se distancian con toda razón de esa
explicación de la necesidad de la cruz de Cristo manifiestamente incompatible
con la imagen de Dios que él mismo nos ha revelado. "No es solo retórica o
piedad ingenua, -afirma un gran teólogo actual- sino pura blasfemia decir que
Dios exigió la muerte de Jesús, que no perdonó ni siquiera a su Hijo, qué
exigió el sacrificio del inocente y que condenó al Justo".
La
cruz de Cristo es la expresión del amor desconcertante de Dios, y no la víctima
de la justicia divina. Si para resumir la conclusión de las mejores teologías
de la cruz nos preguntamos por qué la salvación del mundo pasa por la muerte
violenta de Jesús, debemos responder sin la menor vacilación: "Porque el
pecado y la violencia de los hombres rechazaron al justo por excelencia que era
Jesús". La obra de muerte, como dicen las primeras proclamaciones del kerigma
procede de los hombres (“a quien vosotros crucificasteis”); la obra de
salvación, de vida, viene de Dios. Y así, "el designio amoroso de Dios
supo convertir el exceso de mal en exceso de bien" (Hch 2,23-24).
Nuestro
tiempo ha producido interpretaciones de la cruz de Cristo que reflejan las
preocupaciones mayores de los cristianos que vivimos en él. La situación de
secularización y la experiencia de la ausencia de Dios han llevado a creyentes
de nuestros días a radicalizar el tema teológico del vaciamiento de Dios, que
se habría “retirado del mundo para permitirle al hombre ser él mismo”. “Dios -dice
Bonhoeffer- se deja desalojar del mundo y ser clavado en una cruz”. Eliminado
el Dios-hipótesis de trabajo, no podemos ser honestos sin reconocer que tenemos
que vivir en el mundo aunque Dios no existiera.
Y
esto es precisamente lo que reconocemos “ante Dios”. Es el mismo Dios quien nos
obliga a dicho reconocimiento. Así, nuestro acceso a la mayoría de edad nos
lleva a un veraz reconocimiento de nuestra situación ante Dios. El Dios que
está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15,34: Dios mío, Dios mío...).
El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios es el
Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios vivimos sin
Dios.
Dios
clavado en la cruz permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en
el mundo y, precisamente, solo así está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8,17 ("para
que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó
nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias") indica claramente que
Cristo no nos ayuda por su omnipotencia, sino por su debilidad y sus
sufrimientos. Así, la fe cristiana se realiza participando en el sufrimiento de
Dios en la vida del mundo.
Bien
leído, el texto de Bonhoeffer nos invita a tomar la situación de “muerte
cultural de Dios” como la revelación de una nueva imagen de Dios que nos
permite superar formas espurias de vivir y pensar el cristianismo que convertían
a Dios en una pieza de la totalidad del mundo a nuestra disposición, para
mejorar nuestra instalación en él. En la experiencia del abandono de Dios
vivida en forma de oración, Jesús nos muestra la posibilidad de ser creyentes
cuando aparentemente no tenemos razones más que para desesperar. Aquí, en el grito
de la cruz, cuando parece que se apaga la luz que ilumina a todo hombre que
vive en el mundo; cuando parece cerrarse la única puerta hacia el Padre, se nos
revela que es posible dirigirse confiadamente a Dios, creer en él, cuando todo
parece ocultarlo y hasta él mismo parece abandonarnos.
Hay
un Viernes Santo de nuestro tiempo que integrar en el Viernes Santo de Jesús y,
para hacerlo, tendremos que integrar el grito angustiado de nuestro mundo en el
de Jesús, que con su grito convirtió en oración su paso por la conciencia del
abandono divino. En la consumación de la entrega de Jesús, que revela el
insondable amor de Dios al mundo, brilla oscuramente para nosotros la certeza
de que, con el Hijo entregado a la muerte, Dios nos “hace gracia de todo” y de
que, por tanto, “nada podrá ya separarnos el amor de Cristo ".
Pero
no podemos olvidar que Cristo ha pasado por la cruz para hacer suyos nuestros
sufrimientos y para cargar sobre sí las consecuencias de nuestros pecados. La
fe, la confianza incondicional, la obediencia, el amor al Padre que resuena en
su grito le han conducido a participar de su misma corriente de amor generoso,
de su “ser para nosotros”, y a consumar su vida en la entrega de sí por
nosotros. Por eso solo escucharemos su grito y podremos hacerlo nuestro en la
medida en que adoptemos para con todos los sufrimientos del mundo la actitud
que Jesús adoptó con los nuestros: asumiéndolos, compartiéndolos,
acompañándolos y luchando hasta la muerte por eliminarlos.
La
faz del Cristo de la Pasión, añaden las teologías de la cruz hechas desde la
perspectiva de las víctimas, son hoy los rostros desfigurados de todos los
sufrientes de nuestro tiempo. Porque, cuando escuchamos las palabras de Cristo
en la cruz con los oídos atentos, como los del Dios de Moisés al clamor de su
pueblo, nuestra mirada nos descubre nuevas dimensiones en la cruz de Cristo. Como
las mejores representaciones del Crucificado a lo largo de la historia, nuestra
mirada creyente descubre en él todos los horrores que están haciendo de nuestro
tiempo uno de los más atroces de la historia.
Pero
el Crucificado no ha cargado solo con nuestras dolencias; sobre él pesan
también nuestros pecados, y estos no serán borrados por esa especie de
mecanismo mágico que sería la muerte de Jesús como víctima expiatoria. Lo serán
si nosotros asumimos la actitud de Jesús, haciendo nuestros los sufrimientos de
tantos crucificados de la tierra, luchando contra el pecado del mundo, contra
la injusticia, la exclusión y la violencia que los causan.
Los
que asistían a la crucifixión de Jesús le pedían que bajase de la cruz como
condición para creer en él. Nosotros creemos en él porque no consintió bajar y,
permaneciendo en ella hasta la muerte, nos amó hasta el final, y así nos
manifestó el amor infinito y sin condiciones de Dios hacia nosotros. Nuestra
respuesta a la cruz no puede ser otra que “creer en el amor” y eso exige el
amor efectivo a los hermanos; que nos comprometamos a aligerar los sufrimientos
de todos los crucificados de nuestro mundo. Nuestra respuesta a la “palabra de
la cruz”, que es la palabra del amor de Dios a los hombres, solo estará a su
altura si habla a los hermanos el mismo lenguaje del amor, y lo hace, en la
pequeña medida de nuestras posibilidades, en los mismos términos de generosidad
que manifiesta la cruz de Cristo.
Juan Martín Velasco, Orar para vivir.
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