UN MIEDO QUE SE DESHACE (II Domingo de Pascua)
Como
los primeros discípulos, también nosotros estamos con un solo corazón y una
sola alma. En nuestras casas cada uno, pero más unidos que nunca. Nos unimos en
la fracción del pan y en la escucha de la palabra como cada domingo.
Hoy
el Evangelio nos habla de las apariciones. El Resucitado no reanuda el libro
roto de su anterior existencia terrena, sino que es otro modo de ser y otro
modo de manifestarse. Si en la pasión de Cristo se aparecía la historia humana
en su tragedia y su grandeza al mismo tiempo, en la resurrección vemos su
divinidad: “Señor mío y Dios mío”, exclamará Tomás.
En
el texto del evangelio de hoy, en primer lugar hay un desconcierto en los que
se encierran por miedo. Pero el Señor se introduce también en la situación de
miedo y en la duda de Tomás, y en cualquier situación humana por dolorosa que
sea, para que llegando a nosotros cambie nuestro corazón. Eso sí, hay que
dejarle entrar.
Se
presenta Jesús a los discípulos estando las puertas cerradas por miedo a los
judíos. Aún así, Jesús entró y se puso en medio diciéndoles “Paz a vosotros”. Dicho
esto, les enseñó las manos y el costado y los discípulos se llenaron de alegría
al ver al Señor. Y es que Jesús resucitado se hace presente donde quiere y como
quiere, en todo tiempo y en todo lugar. Su divinidad lo inunda todo. “Paz a
vosotros” porque realmente él es nuestra paz. Él ha vencido al pecado y a la
muerte. Es la paz que brota del amor de Dios y nos llena de esperanza, aun en
medio de las grandes dificultades que ahora estamos viviendo. Y abrazándolo todo
dice “como el Padre me ha enviado, así os envío yo”. Enviados todos nosotros en
el nombre del Señor, para transformar el mundo.
Esta
es la entrañable misericordia de nuestro Dios. Hoy es el domingo de la misericordia,
que nos da en Cristo Jesús por medio del Espíritu Santo que se derrama para el
perdón. De este modo, el bloqueo de los discípulos que sufren por el miedo se deshace
ante la presencia del Resucitado, que se pone en medio de ellos. Por eso, cuando
como ahora nos asalten los miedos, los bloqueos, los cansancios, la falta de
esperanza, sintamos la presencia de Cristo vivo. Invoquemos la energía
renovadora y transformante del Espíritu Santo.
Los
mismos destellos de vida resucitada que tuvieron los discípulos deben posarse sobre
nuestras vidas ahora. En primer lugar, la misericordia, que por el perdón todo
lo hace nuevo, restaurándonos siempre. En segundo lugar, la fortaleza, que hace
perder los miedos. En tercer lugar, la alegría interior, que produce un inmenso
gozo por LA compañía constante de Cristo resucitado, que se torna providencia
amorosa.
Finalmente,
aparece Tomás. En él encontramos las dudas y las incertidumbres de tantos
cristianos de hoy y que nos pueden alcanzar también a nosotros, al ser
visitados por temores y oscuridades. Así todo, esta incredulidad de Tomás nos
es muy útil, porque nos ayuda a purificar nuestra concepción de Dios y a
descubrir sus heridas. Sí, nuestro Dios tiene heridas. Es un Dios que sufre,
asumiendo las llagas de la humanidad, especialmente en estos momentos. Asume
también nuestras propias llagas.
Tomás
toca las llagas y el costado, que son ventanas de misericordia y fuente de
gracia. Así, todas las llagas son ya gloriosas por la victoria de Cristo sobre la
muerte. Él mismo atraviesa los cielos glorioso, pero con las llagas de la
humanidad, que, asumidas por el mismo Dios, se convierten para nosotros en
causa de salvación.
Nosotros
pertenecemos a esos dichosos que creen sin haber visto. Podemos decir “creo
porque soy amado, no te veo pero me envuelve tu misericordia, tu cercanía e
intimidad”. Esta es nuestra esperanza y así lo han testificado y testifican
también hoy los mártires de todos los tiempos. Con ellos también nosotros hoy,
en las circunstancias adversas que estamos viviendo, afirmamos, creemos y experimentamos
cada día esa misericordia gozosa, que en medio de las dificultades de la vida
llena nuestro corazón. Con Tomás decimos, “Señor mío y Dios mío”.
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