UNA PRESENCIA NUEVA
La
presencia de Jesús había sido tan significativa para sus discípulos que su
muerte fue para ellos un shock enorme. Día a día habían ido participando del
tejido de relaciones fraternales que él les proponía y que iba extendiendo con
sus palabras y actos. De repente, todo eso termina para ellos bajo un grito desgarrador
que parece poner fin a su aventura: “Dios mío, Dios mío,
por qué me has abandonado”.
Ese grito, que resume todo nuestro dolor, deja paso al que, con máxima alegría y
en estos días más que nunca, acabamos de proclamar la noche del Sábado Santo y
en el día de Pascua. Es un grito nuevo de fe y plena esperanza: ¡Cristo ha
resucitado! Nuestro grito pascual proclama la esperanza irrenunciable en
una nueva vida, en la que todo el mal, el dolor y el sufrimiento quedan
engullidos por una nueva existencia sostenida por Jesús, que vive ahora para
nosotros y para el mundo entero.
¿Cómo
transformar el dolor en esperanza? La enorme tristeza de los discípulos no les
impidió reconocer la manifestación de Jesús resucitado en una forma nueva. Y lo
hicieron desde una experiencia personal muy profunda. Como dice Javier Melloni, “el Resucitado pronuncia la sustancia de nuestro
ser y la despierta; el reconocimiento se produce en el centro de cada cual,
allá donde sentimos que es invocado nuestro nombre” (El Cristo interior). Los discípulos necesitaron
ser alcanzados en su hondura para reconocerle como resucitado.
¿Cómo
podemos disponernos nosotros para dejarnos afectar de manera que transforme la
totalidad de nuestra persona? ¿Cómo hacerlo en un contexto de dolor e incertidumbre?
¿Cómo anunciar la Resurrección cuando escuchamos cada día cifras de enfermos y
fallecidos? Necesitamos partir de un encuentro similar al de sus primeros
amigos, que nace de sentir la presencia nueva de Jesús resucitado. Y sentir esa
presencia pasa por hacernos conscientes. No se puede reducir a una certeza de
tipo intelectual, ni tampoco es una presencia de carácter puramente
psicológico. Más que lo que podemos comprender o sentir, es una presencia de fe.
Jesús resucitado tiene que ser reconocible con los ojos de la fe.
¿Cómo
hacernos conscientes de esa presencia? ¿Cómo abrir los ojos para percibirla? Mediante
su resurrección, Jesús está de una manera nueva entre nosotros. Esto es lo que
quieren significar las apariciones que encontramos en los evangelios. Muestran
que la experiencia de la nueva presencia de Jesús permitió a los discípulos
llegar a la convicción de que había resucitado. Esa convicción y esa nueva
presencia conllevan una experiencia pascual de vida renovada.
Esas
apariciones, que son encuentros con el Señor resucitado, son experiencias
fundantes y son nuestro modelo de la presencia del resucitado. Son el referente
para comprender. Podemos volver a esos relatos para saber lo que es hoy la
experiencia del resucitado. Es una invitación a mirar más lejos para la que necesitamos unos ojos nuevos.
Una
clave nos la ofrece el lenguaje especial de muchos de los relatos que hablan
del resucitado, como 1 Jn 1: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y
palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo
visible”. Hay verbos muy llamativos en ese texto, como ver, oír, tocar, pero hoy
sabemos que quienes los escribieron probablemente no conocieron contemporáneamente
a Jesús. Pese a ello, se sienten con autoridad para hablar de Jesús como si
hubieran tenido experiencia del Jesús histórico.
Esta
clave experiencial de los primeros cristianos que no conocieron al Jesús
histórico nos permite a nosotros reactivar una experiencia similar. Puede ser
tan poderosa como las iniciales porque el resucitado es el mismo. Lo único que
tenemos para experimentar hoy la presencia del resucitado es volver la mirada
hacia él. No es ver con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del corazón. Para
los primeros discípulos fue como si en un momento se les hubieran caído las
cataratas de los ojos del corazón.
Y
si tuvieron dudas, nosotros las tenemos también y, probablemente, nos van a
acompañar siempre. Ellos también pasaron por un camino de búsqueda. Los
discípulos de Emaús somos nosotros en cada época y en cada momento. ¿Cuándo
experimentan la presencia de Jesús? Cuando al partir el pan “se les abrieron
los ojos”. Ya no necesitan la presencia, la fe suple todo.
En
estos días, lo difícil para nosotros es, precisamente, abrir los ojos. Pueden
estar cerrados por el dolor, el sufrimiento, la incertidumbre o lo que nos
cuesta seguir manteniendo la esperanza. La clave es abrirlos y levantar la
mirada. Si mantenemos los ojos cerrados ante esa esperanza que se nos ofrece,
nos puede pasar como a los que iban hacia Emaús, que no entendían las lecturas,
no podían disfrutar de la experiencia de haber compartido el camino con Jesús y
no reparaban en que la fe nos abre a una vida verdaderamente humana.
Jesús
está con ellos y con nosotros de una forma nueva. Para hacernos conscientes de
esa presencia, como los primeros cristianos, tenemos que continuar nuestro proceso
de búsqueda, que será nueva y distinta en cada uno de nosotros. Estamos invitados
a hacer ese camino para que se nos “abran los ojos”, volviéndonos a dejar
contagiar por sus palabras y gestos. Como los discípulos de Emaús, tenemos que
encontrar al Señor resucitado en el camino de la vida.
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