PARADOJAS Y RESISTENCIAS

 


El rápido discurrir de este verano tan anómalo nos sitúa ante el comienzo de un nuevo curso. Sin haber conseguido doblegar la dichosa curva de incidencia del virus, no deja de crecer la de la incertidumbre, de forma que llegamos cansados y preocupados al reinicio de actividad. Nos preocupa cómo será el retorno al trabajo de los que lo tienen, el inicio del curso escolar, el tratar de recuperar una vida normal cuando personas queridas no están entre nosotros o los graves problemas económicos de quienes se han quedado sin recursos y no reciben respuestas ni de los poderes públicos ni de la sociedad. La realidad, en síntesis, parece poco esperanzadora, a diferencia de otros años, en los que el comienzo de curso era una oportunidad para poner en marcha nuevos proyectos.

En estas condiciones no es fácil mantener un horizonte claro y discernir cómo vivir el día a día. Desde una lectura creyente de la realidad parece fácil decir que seguimos llamados a una misión, pero las dificultades pueden ser grandes. Dado este marco, nos pueden venir muy bien como ayuda las lecturas del último domingo, que nos hablan de las dificultades que surgen ante la invitación a ser discípulos y profetas.

El Evangelio de Mateo nos muestra la frustración de los discípulos frente a la tarea a la que son llamados. Jesús va al grano y les anuncia que tiene que padecer mucho, utilizando para ello una paradoja: quien quiera ganar la vida la perderá. Nos plantea un gran desafío, porque vivir la vida con intensidad es llevar una vida paradójica. Nos propone vivir plenamente lo humano, que alcanza su plenitud cuando está lleno de Dios. Para eso, es preciso dejar de lado muchas cosas que sobran.

La función de una paradoja, vinculando dos palabras contrarias, es desconcertarnos. Son habituales en los evangelios, siéndolo también los gestos o la vida de Jesús (él mismo es paradoja). Con su invitación, nos coloca a la vez en la incertidumbre del riesgo y en el privilegio de la frontera. Nos abre a una experiencia de no necesidad y a la gratuidad absoluta de la vida que se entrega y se regala. Esa paradoja nos desconcierta y, de hecho, algunos autores llaman a estas instrucciones de Jesús una “guía de perdedores”. Nos invita a entender que la verdadera grandeza está en saber entregar la vida, en no apropiarnos del don que se nos ha regalado, lo que va en contra de todas las tendencias. Lo lógico es asegurar la propia vida, pero el reto que nos ofrece Jesús es el de darnos.

Las dificultades que eso supone las apreciamos con igual crudeza en el texto de Jeremías. En muy pocos profetas tenemos el conocimiento del proceso interno de la misión como en él, ya que es muy poco habitual en los textos bíblicos que se nos abra el alma de los profetas. En su libro encontramos diez capítulos autobiográficos, a los que se ha llamado confesiones. Estas hablan tanto de las dificultades externas en el ejercicio de la tarea como de las relacionadas con su vocación. Al profeta le pone en crisis sentir que Dios no aparece y le abandona.

En esos capítulos dice que cuando escuchaba sus palabras las devoraba –en hebreo las palabras tienen sabor, cada una un sabor diferente– y eran la alegría de su corazón. Pero también le reprocha a Dios que le ha abandonado. Llega a decirle algo terrible, que es “te has convertido en un arroyo engañoso”. Es como decirle “tú te habías comprometido a estar conmigo y ahora me dejas tirado”.

Las palabras que más nos suenan del texto son las muy conocidas de “¡Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir!”. Aquí utiliza el término seducir en el peor sentido, al ser una seducción con engaño. Siendo un texto muy presente en la oración, se trata de términos muy fuertes para nuestra mentalidad, ya que expresan la violencia de quien es más fuerte. No se pudo resistir a ser profeta y ahora todo el mundo se ríe de él. Cada vez que habla le viene encima la violencia. Esto hace que se cuestione el sentido profundo de su vida. Habla de su vocación como algo que le ardía y que no se podía quitar de encima, pero le recrimina a Dios el origen de sus males. Quiere desaparecer, porque si lo hace lo harán también todos sus problemas.

Parece una crisis vocacional, pero podemos interpretar también que lo que hace es profundizar en esa vocación. Está allí por Dios y toca el núcleo de esa vocación –no se la puede quitar de encima–, aunque termine con palabras muy duras (“maldito el día en que nací”). Aunque parece muy negativo esconde algo de verdad, al tocar la raíz de su vocación, que es a su vez la propia raíz de su existencia: viene al mundo como profeta. Tiene ADN de profeta y todo su cuerpo es profético. Ha sido forjado para albergar la palabra.

Aunque parezca contradictorio está diciendo algo muy positivo, que es no creer que haya nacido sólo para sufrir. Se lo está planeando honestamente al Dios de la vida. El reino de Dios crece junto a la cizaña y en nuestra vida está presente esta mezcla. El creyente bíblico lo expresa cuando llega esa crisis. Para nosotros puede ser una gran referencia, porque, a veces, abortamos procesos al tirar la toalla a las primeras de cambio. Jeremías no deja de ser profeta, sino que lo tematiza y Dios le hace recorrer su camino. Como él, no debemos tener miedo de expresar nuestros temores y frustraciones ante las dificultades para ponernos en marcha. Como en la parábola del sembrador, si se supera el proceso se da fruto.

Todos los días hay una novedad que va confirmando nuestra vocación, aunque pongamos resistencias a esa palabra. Cada día Dios “nos trabaja” y entra en nuestra historia hablando. La libertad que nos da hace que la relación sea siempre nueva. Siempre hay un camino, en el que estamos en la condición de discípulos: “el Señor me ha dado lengua y oído de discípulo”. Y tanto la lengua como el oído se despiertan cada mañana. Como dice el Papa Francisco, Dios es siempre sorpresivo.

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