REDESCUBRIR EL TACTO
Una de las circunstancias más indeseadas de estos tiempos tan anómalos que
nos ha tocado vivir es la pérdida
forzosa de contacto físico con las personas cercanas. Cuidarnos y proteger a
los demás pone barreras a la cercanía e impide, con ello, la caricia, el beso o
el abrazo. Igual que la pandemia nos ha hecho caer en la cuenta del valor de las
pequeñas cosas cotidianas, ahora tan restringidas, nos lleva también a
reconocer la importancia cotidiana del tacto.
No es este, probablemente, el sentido al que más importancia solemos
prestar, pese a su relevancia en las relaciones humanas y pese también a que la
piel, a través de la que nos llegan las sensaciones táctiles, es el órgano más
grande del cuerpo humano. Se suele decir que tocando y sintiendo es como
aprendemos sobre nosotros mismos y nuestro entorno y que esa percepción es la
resonancia interior del contacto con el mundo físico. Mediante el tacto no solo
percibimos cómo es lo que tocamos, sino que también descubrimos cómo esa
experiencia nos remueve por dentro.
La experiencia del tacto, tan cotidiana, se transforma en fundamental en
los hitos más importantes de nuestro viaje por la vida, como cuando nos integramos
en ella o cuando nos toca despedirla. Podemos recordar también la seguridad que
sentíamos cuando nuestros padres nos daban la mano o la que transmitíamos a
nuestros hijos cuando nos tocó hacerlo a nosotros. Entre nuestros recuerdos,
seguro que encontramos nuestras manos entrelazadas con otras, tanto en momentos
de alegría como de dolor.
Recordar la importancia del contacto con el mundo físico a través del tacto
puede ser también una invitación a la renovación interior. En un libro
reciente, José Tolentino Mendonça (La mística del instante) nos anima a
combatir “la atrofia de los sentidos del cuerpo” para recuperarlos como
“grandes entradas y salidas” de humanidad y fe. Redescubrir el tacto interior puede
ser, así, una manera de revisar nuestra espiritualidad.
Los grandes textos teológicos nos enseñan que Dios sale al encuentro de la
humanidad para acariciarla. Teilhard de Chardin contaba que escribió El medio divino para que el hombre
aprendiera a tocar a Dios en todo. Karl Rahner decía que el genuino centro del
cristianismo es la autocomunicación de Dios y eso nos exige tener conciencia de
que en nuestro corazón hace ya tiempo que él nos esperaba. Es sentirnos tocados
por un Dios cercano.
No es extraño que para algunos místicos el tacto sea el sentido más
apropiado para hablar de la experiencia de Dios. San Juan de la Cruz hablaba
del “toque delicado, que a vida eterna sabe”. Ireneo de Lyon decía que en la
creación Dios creó todo a través de la palabra, pero cuando llegó al hombre lo hizo
con sus manos. Desde el principio estamos en las manos de Dios y ahí vamos a
estar para siempre. A lo largo de la vida humana, Dios va modelando cada
existencia mediante el contacto.
Pero si hay una referencia clara es la que nos marca Jesús, que toca y se
deja tocar, siempre para hacer crecer a los más vulnerables. Lucas nos cuenta
que el leproso le dice “si quieres, puedes limpiarme”. Él sí que estaba
obligado a mantener la distancia física, completamente excluido de la sociedad,
pero Jesús extiende su mano, lo toca y dice: “Quiero, queda limpio”. Para curar
a los enfermos y heridos de su tiempo, tanto por la enfermedad como por la
sociedad, toca sus lenguas, sus ojos, sus orejas,... Y se deja tocar, como por
la mujer que piensa que solo tocando su manto quedará sanada, o por la que toca
y cubre de besos sus pies. En la escena del lavatorio, Jesús toca y lava los
pies de sus discípulos, se hace esclavo por ellos y les entrega su vida.
Son escenas y pasajes que nos
pueden ayudar a redescubrir la espiritualidad del tacto y a revivir la
experiencia de las primeras comunidades creyentes. En esa tarea, una pista
importante nos la da la Primera Carta de Juan: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo
que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida…”. El
autor habla de lo que palparon sus manos, aunque sabemos que no conoció a
Jesús. Se siente con autoridad para hablar de él como si hubiera tenido
experiencia del Jesús histórico. Esta clave nos permite reactivar en nosotros
una experiencia similar.
La posibilidad de esa experiencia
nos da esperanza. Esta, como nos recuerda el Papa Francisco en su reciente encíclica
(Fratelli tutti), nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo
de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande. Como allí
escribe, “Es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las
heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros?
Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo… No nos quedemos
en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la
carne de los perjudicados”.
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