DIOS, AMOR QUE DESCIENDE

 

Una buena manera de empezar este Adviento tan especial es palpar el amor de ese Dios que siempre está viniendo apoyándonos en la lectura de textos de los grandes maestros. Existe consenso en señalar a Karl Rahner como una de las figuras más importantes en la teología del siglo XX. Se suele destacar también que es uno de los teólogos más espirituales. No es menor la opinión generalizada sobre la profundidad de su pensamiento, a la vez que la dificultad de la lectura de buena parte de sus textos. Sin ser ésta una barrera menor, cuando conseguimos franquearla un amplísimo caudal de agua recorre nuestras tierras interiores.

Hay una idea que recorre la obra de Rahner, que es cómo Dios se ha acercado a nosotros. El punto de partida es su presencia en el mundo y la gran pregunta de por qué y en qué medida Dios es importante para nosotros. Una de las claves de interpretación es la de un Dios que quiere comunicarse. El obrar de Dios “no es un monólogo para sí mismo”, sino que hace depender su propia palabra de nuestra libre respuesta. El punto más alto de su discurso es que Dios no sólo ha creado el mundo, sino que ha descendido a él personalmente y para siempre con su Palabra eterna. Es un amor que desciende.

¿Cómo es posible experimentar y vivir esto de forma inmediata? Rahner nos da la pista: el amor ascendente que tenemos a Dios es siempre complemento de su bajada al mundo. Se nos ofrece, por tanto, dar respuesta a la gran pregunta desde nuestra ladera:

Eso nos lleva a profundizar en distintos aspectos de la pregunta sobre Dios y cómo estar activos en la espera, como el carácter creador de su amor, la posibilidad de encontrarle en todas las cosas, el modo en que las experiencias humanas hablan acerca de Dios o cómo viene a nuestro encuentro en persona. Rahner nos ofrece una teología de la persona en cuanto tal, bajo las premisas de que Dios nos crea de modo que podamos dar cabida a ese amor que es Dios mismo.

Aunque experimentar personalmente a Dios sea una gracia, a nadie se le niega. La clave central de la obra de Rahner es que el genuino centro del cristianismo es la autocomunicación de Dios, que se produce siempre como comunicación perdonadora. Esa gracia nos exige caer en la cuenta; tener conciencia de que en nuestro corazón hace ya tiempo que nos esperaba Dios. Destaca la belleza de su lenguaje: “lo enorme de esta experiencia, que todo lo centra en una especie de temblor, es poder dirigirme hacia ese misterio que todo lo abarca”.

Otra clave es la necesidad de trascendernos a nosotros mismos y de abrirnos a la inmediatez de Dios. Sólo así resulta posible asumir la experiencia del Espíritu, de la libertad y de la gracia en nuestra vida. Y también solamente desde esa trascendencia podemos comprender la relación entre el amor al prójimo, como condición que precede, y el amor a Dios.

A Rahner le preocupó especialmente cómo la figura histórica insustituible de Jesús de Nazaret puede dar respuesta a la pregunta sobre nuestra situación vital. Al haberse hecho hombre su misma palabra eterna y al haber muerto en la cruz de nuestra existencia, Dios nos ha dado la respuesta. Lo que sigue abierto es “cómo nos comportamos nosotros con este Verbo definitivo de Dios al mundo”.

Rahner remite a una comunidad que da testimonio de Jesucristo y que “es algo más que una parcela de la humanidad que Dios no permite que se aparte ya de su amor”. Lo fundamental es no apagar el Espíritu, tener audacia y llegar hasta el último extremo con valor frente a lo no experimentado. No seremos cristianos por la fuerza de la herencia y la tradición, sino “por una acción propia de fe, por la que siempre habrá que luchar de nuevo”.

Rahner nos invita, en definitiva, en este comienzo del Adviento, a dar noticia hoy de ese Dios cuya venida nos disponemos a celebrar y que es el íntimo, radiante y liberador misterio de nuestra existencia.

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