EN EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS


En la formación religiosa que algunos recibimos en nuestra etapa escolar se insistía mucho en que teníamos que ser santos cada día. La imagen que se nos trasmitía de la santidad nos enfrentaba, sin embargo, a algo inalcanzable, entre lo místico y lo heroico. Con el paso de los años, muchos tenemos que confesar que seguimos sin tener una referencia muy exacta de qué es esto de la santidad a la que debemos aspirar.

Por un lado, parece que esa aspiración tiene que referirse a algunos modelos de santidad reconocidos universalmente. Puede ser frustrante, sin embargo, constatar la enorme distancia que nos separa de esas cumbres. Como decía Teresa de Lisieux, “siempre he constatado, cuando me he comparado con los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cumbre se pierde en los cielos, y el grano de arena pisado por los pies de los caminantes”. Por otro lado, casi en el otro extremo, es inevitable pensar que la santidad se juega en el terreno de lo cotidiano y en la actitud ante las cosas pequeñas.

En esa línea, podríamos conectar la santidad con el arte de vivir. Tal vez el santo sea quien ha aprendido a vivir de verdad. Dando un paso más, sería no solo saber vivir, sino vivir en plenitud. En la Carta a los Romanos, San Pablo dice que la santidad tiene que ver con la vida en el Espíritu. Si tiramos de ese hilo, la santidad cristiana podríamos reducirla a dos palabras: amistad y filiación. Los santos son los que han tenido una amistad particular con Dios. La experiencia de santidad es también saberse ser hijos en el Hijo (“Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”).

Nos puede venir bien acudir a las fuentes bíblicas. En la teofanía de Moisés, la experiencia de la zarza ardiendo refleja la santidad de la persona que se acerca a Dios para experimentar su cercanía. En un momento del relato, Dios le dice a Moisés que el lugar que ocupa es santo. Lo es porque está Dios en él. En Levítico hay una cita muy conocida: “sed santos porque yo soy santo”. Es la llamada de Dios al pueblo de Israel. En ese mismo libro, hay otro aspecto clave para entender la santidad, que no tiene que ver con cumplir ritos externos sino con amar al prójimo como a uno mismo. El test de autenticación de la santidad es precisamente este. Son santos los que trabajan por la paz y la justicia, los que luchan por defender a los débiles, a los pobres y abandonados y, sobre todo, los que dan el último aliento por amor a los demás.

En el Nuevo Testamento, especialmente en el Evangelio de Juan, hay referencias continuas al tema de la santidad. Cuando Jesús se dirige con su plegaria a Dios lo designa como “Padre santo” y pide a los discípulos que rueguen para que el nombre del Padre sea “santificado”. Es algo que repetimos cotidianamente en el Padrenuestro. En la última cena, Jesús ruega al Padre: “Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad”.

Recorriendo otros textos de los evangelios, encontramos que la santidad está relacionada con la experiencia del vínculo. Uno de las imágenes más significativas es la de la vid y los sarmientos y la idea de permanecer en Jesús y en su amor. En ese vínculo está también el descubrimiento de nuestra propia plenitud, sin perder un ápice de nuestra libertad. En la parábola del hijo pródigo, cuando éste rompe el vínculo con el padre pierde su dignidad. Solo la recobra al recuperar ese vínculo. Dios potencia todo lo que hay de libertad en nosotros.

Finalmente, las experiencias de santidad encuentran su mejor radiografía en esas personas que se cruzan con nosotros en los caminos de la vida y que, en expresión de San Juan de la Cruz, a su paso irradian “un no sé qué de grandeza y dignidad”. Algo de esto es la santidad, que también para San Juan de la Cruz implica una mirada nueva ante las cosas, ante nosotros mismos, ante los otros y ante Dios. En el Cántico espiritual dice que el mirar de Dios es amar. No sabemos cómo aprender el camino de la santidad, pero Dios nos lo enseña a través de Jesús. Es ver las cosas como las ve él. Las bienaventuranzas dicen bienaventurados los limpios de corazón porque ya ven a Dios. Ya han tocado el misterio de alguna forma.

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