EN EL COMIENZO DE UN NUEVO AÑO: CONFIANZA Y ESPERANZA
Comienza un nuevo año. Después de lo sucedido en 2020 han sido muchos los mensajes que hemos recibido en los que se nos dice que olvidemos de un plumazo el año pasado y que le demos carpetazo cuanto antes. Ha sido un año muy triste, sin duda, tanto por las personas que nos han dejado, las circunstancias económicas tan adversas para tantas familias y las restricciones tan profundas que nos han tocado vivir.
Suele
decirse que cada generación ha vivido acontecimientos o avatares que dejaron
una huella profunda. Es probable que para la nuestra ese evento haya sido la
aparición de un microscópico virus que detuvo al mundo entero. Aunque todavía
es prematuro tratar siquiera de valorar sus posibles consecuencias, sanitarias,
económicas y sociales, no hay duda de que esta triste pandemia dejará su sello
tanto en el conjunto de la sociedad y su manera de organizarse como en cada uno
de nosotros.
Es
natural, por tanto, poner la esperanza en 2021. Pero 2020 no ha sido un año
estéril, al que hay que tirar a la basura. En él hemos pasado por un
aprendizaje forzoso, duro pero también generador de elementos positivos. Este
año que acaba de terminar ha sido, de manera inesperada, una invitación a
realizar un “viaje hacia dentro” para buscar el paso de Dios por nuestras vidas
en circunstancias tan complicadas. Asumiendo el dolor de tantas vidas atravesadas
por la enfermedad, el duelo o la pérdida de empleo e ingresos, la pandemia ha
sido también una oportunidad para tratar de vivir la relación con Dios
enfrentándonos a nuestro auténtico ser.
Es
posible que buena parte de 2020 haya sido una realidad no deseada para tomar el
pulso a nuestra relación con Dios. La gran pregunta es si hemos sido capaces de
asumir este trago fortaleciendo esa relación. A muchos lo que nos ha sucedido es
darnos cuenta de lo que nos cuesta resetear y lo difícil que es preguntarnos
desde lo más profundo qué nos está diciendo Dios cada momento. Pero, como
leemos en la Carta a los Hebreos, estamos invitados a vivir interiormente la fe
en cualquier circunstancia. La fe es ese camino interior para el encuentro con
el Dios que nos habita, el lugar donde se nos revela. Caer en la cuenta de esto
no es fácil, como hemos experimentado, cuando asoma el dolor.
En
cierta manera, se trata de sacar algo hermoso de lo más oscuro. Lo que ha
pasado este año nos ha llevado a una situación existencial para la que no
teníamos precedentes y que nos ha obligado a dar vueltas al sentido de las
cosas y de la vida. En esta revisión se trataría de “examinar todo y retener lo
bueno” (1 Tes 5,21). Sólo desde el discernimiento podremos comprender los
distintos signos que se nos han ido mostrando. Para ello, necesitamos remover
parte de la tibieza que hemos dejado que nos penetre. Es difícil evitar lo que
hemos sentido en algún momento en 2020 -temor, enfado, tristeza, desconcierto,
e incluso desesperación-, pero ningún miedo nos puede separar de Dios. La clave
es sentir un Dios que está a nuestro lado y adentrarnos en esa confianza pasa
por iluminar nuestra vida desde la experiencia de Jesús. Él es luz en el dolor y
en la vida. Esa confianza es la base de nuestra esperanza, porque “sabemos de
quién nos hemos fiado” (2 Tm 1,11).
Recibamos,
por tanto, este nuevo año, un regalo en sí mismo, con confianza y con
esperanza. La base de esa esperanza es Jesús. Si la mirada se nos desvía de ese
centro, la esperanza decae. Pase lo que pase, nuestro futuro está en sus manos,
que nos llevan a una nueva vida. En este año que empieza, más que nunca, tenemos
que ser “piedras vivas” y hacer presente esa esperanza en medio del mundo.
Ahora es el momento de ser lo que Dios quiere de nosotros y lo que necesita de
nosotros.
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