ENCONTRAR A DIOS EN EL SUFRIMIENTO
Las noticias han vuelto a sobrecogernos
con la noticia de la muerte de Nabody, la niña que viajó, junto a otros
inmigrantes y varios niños, desde Mali a la costa grancanaria en una patera.
Nabody murió dos veces, la primera cuando su pequeño cuerpo llegó sin latido y
sin respiración al muelle. Después de varios días a la deriva en el Atlántico,
dos enfermeros de la Cruz Roja consiguieron reanimarla allí mismo. Pero a los
pocos días, como consecuencia de la hipotermia y después de varias horas en
estado crítico, falleció en el hospital.
Nabody, como tantos otros, tuvo que viajar
en condiciones infrahumanas, sometida a las redes criminales que obtienen beneficio
mientras sus deudores se juegan la vida. Esta noticia, una más en la enorme
montaña de injusticia social que surge de la desigualdad, nos toca muy cerca.
Es verdad que muchos niños como ella mueren a diario en distintas zonas del
mundo y también que la tragedia de las pateras se repite cada día sin que nos
rasguemos las vestiduras, pero un sufrimiento tan grande no nos puede resultar
ajeno.
Ante la proximidad de la Pascua es,
precisamente, la vivencia del dolor y del sufrimiento uno de los elementos que mayor
agitación espiritual suscita, pero también uno de los más incómodos. Es difícil
disociar el camino de Jesús, que culmina en la Pascua, del dolor físico y
psíquico por el que tuvo que pasar en la entrega de su vida.
El dolor, el sufrimiento y, en general,
el mal, forman parte de un misterio muy difícil de comprender. Suelen ser
obstáculos habituales en nuestro viaje creyente. En la vida cotidiana, el dolor
nos marca de una manera muy intensa. Es posible que la verdad de la vida pueda
adquirirse en el sufrimiento y que la verdadera experiencia exija un peaje. La
gran pregunta es cómo integrar todo esto en nuestra relación con Dios. En el
mundo de la sanidad se dice que el dolor es un timbre de alarma biológico. Nos
informa de que algo no va bien y podría tener hasta un sentido positivo. Pero,
ese sufrimiento, que tiene tanta importancia a nivel físico, ¿cómo
interpretarlo a nivel espiritual? ¿Cómo abrirnos a la comprensión del siempre
incomprensible mundo del dolor desde la óptica de Dios?
Es una pregunta muy difícil, sin duda, pero
que nos puede servir para tomar el pulso a nuestra relación con Dios en este
camino a la Pascua. Tal vez sea más fácil transformarla en dos interrogantes más
sencillos. Uno primero es cuál es mi
actitud ante el sufrimiento, que lleva necesariamente a otra pregunta más
profunda: en mi viaje de la vida, ¿cómo me
encuentro con Dios en el sufrimiento?
Para aproximarnos a algo tan complejo resultan
imprescindibles la oración y el discernimiento. Sin este último será muy
difícil acoger el sufrimiento como posibilidad de encuentro con Dios. En la
práctica, sin embargo, nuestra actitud ante el dolor nos puede llevar a
transitar por vías poco adecuadas. Una primera, no necesariamente negativa pero
de alto riesgo, es tener permanentemente abierto el libro de reclamaciones
contra Dios.
Una segunda, aceptada e incluso
promovida a veces, es buscar voluntariamente el sufrimiento para encontrarnos
con Dios. Esto es algo completamente contrario al Dios de la vida. El
sufrimiento voluntario no puede ser un fin en sí mismo.
Una tercera es la resignación pasiva
ante el dolor. Desde una interpretación equivocada se puede llegar a aceptar
que el sufrimiento lo envía Dios y que la actitud correcta ha de ser la
aceptación y la pasividad. Pero el Dios de Jesús no es un sádico que provoca
dolor y muerte. Al contrario, quien lucha contra el dolor y la muerte para sí
mismo y para los demás está al lado de Jesús y sigue la voluntad de Dios.
Una cuarta, tan frecuente en la
sociedad moderna, es huir del sufrimiento. Se le quiere ocultar, como si no
existiera, un tema casi tabú. Es un negacionismo que nos aleja de la realidad y
que puede ampliar las propias consecuencias del sufrimiento.
Una pista para celebrar esta Pascua es descubrir
que Dios nos acompaña en el dolor y que está eternamente al lado de los que más
sufren. Sin duda, eso es lo más importante. No se trata tanto de preguntarnos
por qué Dios no evita el mal, sino cómo nos acompaña cuando este se
manifiesta. La cruz y el dolor siempre tendrán algo de misterio, pero sabemos
también que Jesús cargó con su sufrimiento por fidelidad a su misión (muere en
la cruz fiel a la misión de amor), por solidaridad (identificándose con los que
más sufren) y por su confianza final en el Padre (a pesar de los miedos y de
las dificultades, la confianza triunfa).
Nuestras
cruces no tienen por qué ser muy distintas. La clave es la misma: fidelidad,
solidaridad y confianza. Lo difícil es mantener esas actitudes cuando sufrimos.
Si lo conseguimos, nuestro vínculo con Dios será mucho más fuerte. Esa es la
clave y no imitar la cruz. Hacer esto último sería imponerse terribles
deformaciones, que nos harían incapaces de disfrutar de los dones recibidos de
Dios.
Lo
resumen muy bien estas palabras de Vorgrimler: “la persona creyente, que está
convencida de que el Dios de Jesús ni ha creado el sufrimiento ni está a su
favor, se sabe llamada y estimulada a la resistencia y a la protesta contra el
sufrimiento. Sabe que está al lado del Dios que ama la vida en la lucha contra
los poderes de la muerte”. Esto nos anima a movilizar todas nuestras energías
en la lucha contra el sufrimiento y el dolor, el propio y el ajeno, confiando
en el Dios que ama la vida.
Gracias como siempre por tus reflexiones Luis, muy interesante para entrar en esta semana con fuerza y energía renovada :)
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