FELIZ PASCUA
El sábado por la noche un sonido inusual quebró el silencio de la calle Pedro Barreda. El eco de la campana de la Parroquia del Encuentro resonó no solo en el templo, sino en el asfalto exterior, proyectado sobre muchas personas que por límites de aforo no pudieron entrar en la iglesia, pero sí compartir la celebración de una noche de alegría.
Ha
sido una Semana Santa intensa, bajo el peso de las restricciones y las
cicatrices de la pandemia, pero con más ganas que nunca de celebrar juntos esa
vida que se nos entrega y se nos da para siempre.
La
iglesia se llenó el jueves en la celebración de la cena. Una vez más, aunque
este año sin lavatorio, recordamos juntos la despedida inolvidable de Jesús,
dándonos su vida para que podamos dar las nuestras. Juan Carlos nos recordó lo
difícil que es saber recibir lo que se nos da gratuitamente. El gesto del
lavatorio de pies rompe nuestros esquemas y la creencia en un Dios que arregla
nuestros asuntos desde arriba. Sus amigos fueron los primeros en quedarse
boquiabiertos.
Como
dice Pablo D’Ors en su último libro (Biografía de la luz), reaccionamos
así porque no solemos llevar bien que nos sirvan: “la experiencia de que nos
amen de un modo tan radical nos deja desarmados, al poner de manifiesto lo
lejísimos que estamos de un amor similar”. Los discípulos, como nosotros
también hoy, no podían aceptar lo que estaban viendo. Ellos, y nosotros también,
estaban moldeados por unas pautas de pensar demasiado convencionales: nos
cuesta un mundo identificar lo que Jesús nos pone por delante.
El
Viernes Santo volvimos a enfrentarnos a ese gran misterio que es un Dios que
manifiesta su debilidad. Jesús en la cruz nos muestra la vulnerabilidad de
Dios. Dios no aniquila, no destruye, no hace un uso radical de su poder, no
dispone de nuestra libertad, sino que nos la ofrece sin límites. Busca a los
débiles y por eso se hace débil. La gran pregunta es qué hemos hecho nosotros de
nuestra fuerza, nuestra libertad, nuestro propio poder.
Como
escribió el Cardenal Martini (Los relatos de la pasión), “todas las
experiencias que nos acontecen y que difícilmente podemos objetivar y comunicar
a otros, el abandono, la angustia, la soledad, la clausura, la falta de fe, de
esperanza y de amor a Dios que tiene lugar en nosotros, todo eso constituye
para nosotros una vía para el conocimiento de Cristo”. Cada uno de nosotros, a
partir de nuestra experiencia propia y única, estamos invitados a recoger de
ese Dios crucificado el coraje de acercarnos a lo aparentemente incomprensible.
El
sábado esa oscuridad se volvió luz. Es verdad que no pudimos celebrar la Vigilia
como otras veces –sin abrazarnos y sin ni siquiera poder soplar las velas
encendidas desde el nuevo cirio por la prudencia necesaria– y que nada borrará
el dolor acumulado y el recuerdo de los que nos dejaron, pero hay una esperanza
que no nos será arrebatada: Cristo es la luz que ya siempre nos iluminará.
Como
también dejó escrito Martini en otro lugar (El jardín interior), “al desgarrador grito de
abandono que brota de los labios de Jesús crucificado –Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado– responde en la noche del Sábado Santo un gozoso grito de
fe y de esperanza: ¡Cristo ha resucitado!”. Es un grito de esperanza porque anuncia
lo que nos aguarda cuando lo veamos resucitado en plenitud. La certeza de ese
grito de alegría proclama que todo abismo del mal que nos rodea ha sido
engullido por un abismo de bien. El resucitado inaugura un mundo nuevo, una
nueva creación de la que formamos parte. Transforma el sentido de nuestra
historia y nos revela una esperanza más fuerte que todas las decepciones.
¡Feliz Pascua!
Qué feliz me siento de saber que tantos feligreses se acercaron a celebrar la fiesta de la Resurrección junto a tí, Juan Carlos, pese a las restricciones de distancia que tenemos que mantener!!! Estoy segura de que ponto formarás una gran familia como la que construiste en la parroquia del Sagrado Corazón .
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