CRISTO REY: EL CAMPO DE LA ESPERANZA


Hace casi cien años, el papa Pío XI estableció la celebración de la fiesta de Cristo Rey el último domingo del mes de octubre, que era el anterior al día de Todos los Santos. Esta celebración cambió de nombre y significado con el Concilio Vaticano II y pasó a llamarse Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, y a celebrarse al último domingo del año litúrgico, tal como seguimos haciendo actualmente.

Acercarse a la imagen de Cristo Rey no es fácil. Para algunas personas, el título de rey evoca una imagen de poder, que en determinados momentos de la historia fue utilizada, de forma exaltada, por movimientos políticos. Es lo opuesto a lo que hemos venido escuchando los últimos domingos en los textos del evangelista Marcos, en los que ha ido mostrando que la nueva comunidad que quiere construir Jesús encuentra su sentido en el servicio y no en el poder.

Tal vez nos pueda dar pistas pensar más en clave de Reino que de Rey, aunque la expresión Reino de Dios es también difícil de comprender: ¿Es Dios mismo? ¿Es una nueva realidad? ¿Está ahí ya pero todavía no? ¿Es un don que podemos recibir o una tarea? Los evangelios nos complican un poco la vida, ya que en algunos pasajes el Reino aparece como una realidad futura (pedimos “venga tu Reino” en el Padrenuestro), pero también como algo ya presente (“el Reino de Dios está ya entre vosotros)”.

Esa última frase nos muestra que para Jesús el Reino ya está aquí. La salvación se ha iniciado ya y no se la podrá detener. La capacidad explosiva del Reino de Dios se desactiva si se le traslada a un futuro lejano o, también, si se le priva de un lugar: “del mismo modo que el Reino de Dios tiene su kairos, es decir, su tiempo cualificado, tiene también su topos, su lugar” (Gerhard Lohfink, Jesús de Nazaret. Qué quiso, quién fue). No es, por tanto, una utopía, sino un acontecimiento cuya realización se inicia en la historia.   

Es verdad que las dichosas preposiciones nos pueden dar un poco de guerra. La pregunta de si el Reino está “entre” o “dentro” no es baladí. Parte de la teología de la primera mitad del siglo XX se construyó sobre una idea muy individualista del Reino. El famoso teólogo alemán Adolf von Harnack llegó a decir (Esencia del cristianismo) que “el Reino de Dios viene cuando llega a los individuos concretos, encuentra entrada en sus almas y las conmueve”. La idea de que el Reino solo tiene que ver con personas concretas y que es algo profundamente interior es, sin embargo, una reducción radical de la proclamación de Jesús. El Reino irrumpe en medio de nosotros y todas las dimensiones de la realidad quedan bajo él. A Jesús no solo le preocupaba nuestro interior, sino también la completa transformación de la sociedad.

Aun así, es cierto que algo tiene que moverse dentro de nosotros. Lo resume muy bien la doble parábola del campesino que encuentra un tesoro escondido en el campo y del comerciante que encuentra la mejor perla. Lo más importante que nos muestra esa composición es la enorme alegría que les produce ese encuentro (“lleno de alegría, vende cuanto tiene…”). Esto nos da otra pista para entender que descubrir el Reino, lo que Dios quiere hacer en el mundo, nos debe producir una alegría extraordinaria. Lo fascinante de ese Cristo, al que podemos llamar Rey, es que su entrega total a la causa de Dios no hace de él una persona lúgubre ni sus renuncias se convierten en agresiones contra otros. Por el contrario, ese Rey se mantiene hasta el final como una persona con una libertad y alegría asombrosas. 

Volviendo a la parábola del tesoro y de la perla, quedémonos también con el beneficio enorme que reciben quienes consiguen esa riqueza por dar un giro radical a sus vidas. El Reino de Dios se nos muestra con una plenitud desbordante. Y esa sobreabundancia llega especialmente a sus destinatarios privilegiados, que son los pobres y excluidos. En la primera bienaventuranza se dice que de ellos es el Reino; es de los únicos que se afirma. El salmo 72 también nos presenta a un Mesías-Rey diferente, vinculado a la idea de justicia (el rey que salvará la vida de los pobres). Eso fue precisamente lo que hizo Jesús: compartir mesa con los despreciados por la sociedad, libre frente a toda forma de poder.

El Reino aparece, por tanto, como una realidad liberada en forma de servicio. Cada una de nuestras vidas es un tiempo abierto, de confianza, de esperanza en manos de Dios. Estamos destinados a algo más grande que lo que vemos, pero tenemos que poner delante a los más débiles y vulnerables para que ese Reino se extienda. El Reino no es una realidad acabada sino sólo iniciada, que alcanzará algún día su plenitud. Que esa plenitud esté en esperanza no significa que no podamos experimentarla ya, aunque sea en fragmentos. Al paso de Jesús todo queda liberado: abre el campo de la esperanza.

LAC


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