¿POR QUÉ NO ME CALLO?
Hace
ya algunos años causó sensación la famosa frase “por qué no te callas”,
pronunciada por el Rey emérito. En el marco de la Cumbre Iberoamericana de
Jefes de Estado, el monarca no puedo reprimir el enfado que le producía estar
escuchando los improperios que el por aquel entonces Presidente de Venezuela no
paraba de lanzar contra un antiguo Presidente del Gobierno de España.
Es
bastante probable que esa sensación de no aguantar más lo que está diciendo otra
persona nos haya tocado vivirla en algún momento. Cuando eso sucede, lo que más
deseamos es, efectivamente, que se calle quien parece importunar al resto. No
son pocas las veces que sentimos, de hecho, lo bueno que sería para todos que
algunos discursos cesaran. Cuando la palabra se vuelve ruido resulta mucho más inteligente
el uso del silencio. Kierkegaard, el famoso filósofo existencialista al que
tanto citaban Faemino y Cansado, dijo, acertadamente, que solo la persona que
es capaz de permanecer en silencio lo es también de hablar de manera
importante.
Desde
un plano espiritual, la palabra y el silencio son dos realidades estrechamente
vinculadas. Como nos muestra la literatura sapiencial, hemos sido invitados a
dejarnos invadir por una palabra que es creadora de silencio. El libro de la
Sabiduría recoge muy bien este vínculo: “cuando un silencio apacible lo
envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra
omnipotente se lanzó desde el trono del cielo” (Sab 18,14-15). Vivimos, sin
embargo, en una cultura muy ruidosa, en la que desarrollar este vínculo entre
silencio y palabra puede ser una tarea compleja. Frecuentemente queda anulado el
espacio para el primero.
Siendo
no menores esas restricciones externas, no debemos dejar que impidan la reflexión
personal sobre cómo articulamos ese vínculo. Hace ya algunos años, Arturo Paoli
lo resumía muy bien en un libro cuyo título es especialmente evocador de esta
relación (El silencio, plenitud de la palabra): el silencio, cuando es
auténtico, no se corrompe entre los ruidos externos. Nos podemos preguntar, por
tanto, por nuestra relación con el silencio: ¿Buscamos el silencio en lo
cotidiano, en la realidad de nuestra vida? ¿O pesa más el ruido que nosotros
mismos creamos?
El silencio espiritual es clave para entender nuestra realidad y, sobre todo, para facilitar la toma de decisiones en los momentos de discernimiento. Hay muchos ejemplos en los evangelios que nos pueden dar pistas. Nos pueden resultar cercanas, por ejemplo, las palabras de Lucas sobre María, de quien nos dice que en silencio era capaz de recordar cada palabra y guardarla en el órgano de la voluntad y el sentimiento, que es el corazón. Este silencio de María, como señala Klaus Berger en otro libro que nos acerca bien al reto de estar callados (Callar. Una teología del silencio), es lo que se ha llamado “el abismo de la sabiduría”. Es un silencio que no se fundamenta en una actitud pasiva, sino en un ejercicio contemplativo tremendamente activo.
El
silencio puede ser también una condición para escuchar la voz de los
silenciados. Solo dejando espacio para oír otras voces podrá resonar el clamor
de los excluidos. Los niveles tan altos de pobreza y exclusión en nuestra
opulenta sociedad nos exigen interiorizar el sufrimiento de quienes ven
frustrados sus proyectos de vida por las estructuras económicas y sociales.
Especialmente grave es el silencio de aquellos a quienes se les priva del
derecho a la palabra. Encontrar el silencio que recoja estos gritos puede ser
el momento para percibir, como dice Pablo en Romanos, que toda la creación
gime.
Berger,
en el libro citado, nos propone una teología del silencio: “Dios se revela en
el silencio cuando nos dejamos alcanzar por su silencio, cuando lo
representamos y comprendemos, cuando nos asemejamos a Dios en su propio
silencio, nos dirigimos a él y sentimos su voluntad, no menos cuando amamos en
silencio”. La condición necesaria para encontrar ese silencio es callarnos un
poco y preguntarnos dónde dejamos en nuestra vida espacio y tiempo para él. Encontrarlo
nos puede traer, como escribió Juan de la Cruz en el Cántico, “sosiego y
quietud en luz divina, en conocimiento de Dios nuevo”.
Disponernos para ese encuentro no es una tarea sencilla. Pablo D’Ors, en su Biografía del silencio, nos muestra las dificultades que surgen en el largo proceso de búsqueda del silencio “hasta que de tanto meditar la grieta se ensancha y la vieja personalidad se rompe”. Propongámonos, al menos, un tímido paso e intentemos hacer nuestra la frase del rey emérito, que personalizándola bien podría ser “por qué no me callo”, una sabia letanía para repetir cada día.
LAC
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