UN SUEÑO DE ECONOMÍA FRATERNA

En uno de los grupos de la parroquia, el otro día discutíamos sobre cómo concebía Jesús la forma ideal de organización de la sociedad. Al hilo del libro Aún es tiempo. En búsqueda de caminos nuevos para la fe, de Fidel Aizpurúa, debatimos si había un proyecto de Jesús para cambiar las estructuras sociales económicas y políticas. El autor del libro citado plantea en el capítulo “Recrear el sueño de Jesús”, que el mismo evangelio comporta un “sueño de economía fraterna”.

Jesús hablaba del “Mammón” o un dios demonio relacionado con el dinero, que podía dominar nuestras vidas (“no podéis servir a Dios y a Mammón”, Mt 6,24). ¿Cómo podemos plantearnos hoy ir modelando una forma de organización económica que ponga en el centro a la persona? Vivimos en una sociedad en la que el mercado no sólo ha invadido el propio ámbito económico, sino que ha pasado a ser el principal medio de vertebración de nuestras sociedades. Los principios del intercambio y la competencia han trascendido la esfera económica para inundar los diferentes espacios donde se tejen las relaciones sociales.

Esta aceptación casi dogmática del mercado como ideología incontestada, a pesar de sus muchas carencias, ha llevado a que en nuestra sociedad primen cada vez más el propio interés, la creación continua de nuevas necesidades materiales y, tal vez lo más preocupante, la inmoderación del deseo. Son antivalores, que impregnan nuestro horizonte de dimensiones cada vez más fugaces y que tienden a depreciar las que realmente son fundamentales. La cesión al mercado y a la lógica del intercambio de una responsabilidad cada vez mayor en la determinación de nuestras relaciones sociales no sólo no aumenta nuestra libertad, sino que genera profundas desigualdades.

Ciertamente, los mercados hacen muy poco para ayudar a las personas más desaventajadas a conseguir recursos suficientes para mejorar sus condiciones de vida. Estos costes suelen ser subestimados por los que no los padecen directamente y las mejoras de la eficiencia de una sociedad pueden resultar compatibles con cambios extremadamente crueles para las personas más vulnerables. La economía sólo puede ser liberadora si mira a la realidad desde el lugar y con los ojos de los más pobres y siempre que asuma, en lugar del propio interés, los intereses de los más frágiles en la sociedad.

Estas insuficiencias nos obligan a repensar el tipo de sociedad y de relaciones económicas que queremos construir como creyentes y a repensar también cuál es nuestra propia responsabilidad en este devenir. La codicia desmedida, raíz de la fragilidad del modelo económico y social, no es privativa de un pequeño grupo de la sociedad, sino que encuentra un marco natural en las condiciones de funcionamiento que aceptamos como normales y a las que no somos ajenos. En la Sollicitudo Rei Socialis, Juan Pablo II subrayaba que el afán de ganancia exclusiva a cualquier precio consolidaba las formas de idolatría contemporáneas. Identificaba también otros contravalores, como la sed de poder y el orgullo. Ese orgullo nos puede llevar a no reconocer nuestra incapacidad de control sobre nuestras propias vidas, la ilusión de que podemos modelar el mundo de acuerdo con nuestros deseos.

Tenemos, por tanto, una responsabilidad individual. La justicia económica llegará cuando seamos capaces de reconocer nuestra vulnerabilidad compartida ante un mundo lleno de límites, tal como nos mostró de golpe la pandemia. La acomodación a los valores propios de una sociedad mercantilizada nos puede hacer olvidar el espejismo frustrante de un mercado que parece ofrecernos cada vez más elecciones y un menor riesgo, pero que no nos da más libertad. Sin un cambio en esas actitudes individuales es difícil pensar en un modelo económico alternativo.

La cuestión clave para poner en marcha ese cambio no es si debería haber mercados sino reconocer cuáles son sus límites como forma de organización y cómo nos adaptamos a ellos. En una sociedad tan compleja no parece haber una alternativa viable al mercado –al menos en el corto y medio plazo– como principio organizativo de la vida económica, pero debemos estar por encima de él y, sobre todo, no trasladar sus valores al resto de nuestra realidad cotidiana.

Lo importante es identificar sus grandes límites y, muy especialmente, su contribución a aliviar o exacerbar el sufrimiento humano, para tratar de conseguir una sociedad donde la persona sea el centro. Siempre habrá diferentes opciones éticas asociadas al funcionamiento de la economía, pero mientras pospongamos los criterios de dignidad humana en la ordenación de nuestras prioridades seremos partícipes del dolor y la frustración. Cualquier decisión económica debería ser juzgada a la luz de si protege o mina la dignidad de las personas.

Dar forma a una nueva civilización de la sobriedad compartida pasa, necesariamente, por nuestro ejercicio de la responsabilidad hacia el bien de todos. Un nuevo modelo de organización económica sólo será posible si nace de un cambio profundo en nuestra propia actitud. No se trata de optar entre formar parte o no de la economía de mercado, sino de evitar ser poseídos por éste. La adopción de estilos de vida más simples es una de las vías para evitar esa dominación, a la vez que puede ser la señal con la que transmitamos a las siguientes generaciones qué es lo que más valoramos de nuestras vidas. No significa que todos vivamos en condiciones de pobreza monástica, sino que revisemos críticamente nuestros estilos de vida para moldear con nuestra propia actitud una forma de relacionarnos socialmente que pueda ser buena para el conjunto de la familia humana.

LAC


Comentarios

  1. El Papa Francisco en el punto 185 de su encíclica Fratelli Tutti recordando las enseñanzas de Benedicto XVI nos dice: "La caridad necesita la luz de la verdad que constantemente buscamos y esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, sin relativismos. Esto supone también el desarrollo de las ciencias y su aporte insustituible para encontrar los caminos concretos y más seguros para obtener los resultados que se esperan. Porque cuando está en juego el bien de los demás no bastan las buenas intenciones, sino lograr efectivamente lo que ellos y sus naciones necesitan para realizarse.

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