DE CAMINO A LA PASCUA: ABRAZAR LA VULNERABILIDAD
Cuando se inicia la Cuaresma, al recibir la ceniza escuchamos las palabras “conviértete y cree en el evangelio”. Tal vez cuando agachamos la cabeza no somos muy conscientes de lo que se nos está pidiendo: que cambiemos de vida y que lo hagamos a partir del evangelio. La Cuaresma, de la que muchas veces solo nos llega que los viernes tenemos más condicionada la dieta, es una oportunidad de transformación, incluso de un cambio radical. Y, sobre todo, es una oportunidad para revisar nuestra relación con Jesús.
Próxima ya
la Semana Santa, es importante detenernos y valorar cómo es esa relación desde
nuestra condición de seguidores. En los evangelios, la relación
fundamental de Jesús con los discípulos se expresa mediante la idea del
seguimiento. Ser seguidores implica orientar nuestras vidas hacia Jesús y para
lograr ese vínculo tenemos que volver una y otra vez a los evangelios. Ese
volver es hacer algo, no es quedarnos parados. En los evangelios, el verbo
griego que se utiliza para el seguimiento, especialmente en los textos de
llamada de los discípulos, es akolonzein.
Se trata de algo que no es teórico, sino que tiene connotaciones de seguimiento
físico y está siempre unido a la idea de movimiento. El seguimiento es lo
contrario de la inmovilidad, salir de la zona de confort.
Cuando hablamos de seguimiento y de
vincular nuestra vida a la de Jesús es muy importante la imagen de caminar con
Él. Lo que hace Jesús en buena parte de los evangelios es caminar y encontramos
en ellos una referencia explícita a un “camino”, que es el de Jerusalén. Ese
camino tiene un destino: quien apuesta por seguir el camino de Jesús va a
encontrarse con la cruz al fondo. Vivir con fidelidad a ese camino
inevitablemente supone rupturas y costes.
Para valorar
cómo estamos siendo seguidores en el camino y los problemas que nos podemos
encontrar nos puede servir de referencia ponernos en la piel de los discípulos
cuando Jesús les va mostrando las dificultades de ese camino. En el Evangelio
de Marcos vamos encontrando una creciente incomprensión de aquellos. Su perspectiva
es muy humana y procesan lejos de las categorías de Jesús (“¿Seguís sin
entender?”, “¿No comprendéis?”, “¿Por qué sois tan cobardes?”, “¿Aún no tenéis
fe?”). Esa incomprensión se hace todavía mayor cuando el relato pone
a Jesús en el camino hacia Jerusalén. Como nos puede pasar también a nosotros,
no entienden lo más esencial del discipulado, que es aceptar que la misión de
Jesús es entregar la vida por completo.
Este destino lo plantea Marcos en los
tres anuncios de la pasión, en los que tras cada anuncio de entrega de la vida el
conflicto se va agudizando, ya que los discípulos no quieren entrar en ese destino.
Lo que vivieron los discípulos nos lo podemos plantear hoy cada uno de nosotros:
¿Queremos entrar en el destino de Jesús? ¿Queremos caminar con Él? ¿Nos
atreveríamos a echar a andar si el final del camino nos lleva a entregar parte
de nuestra vida? En los diferentes anuncios de la Pasión queda claro que los
discípulos tienen en su cabeza poder y grandeza y por eso el camino de Jesús
les escandaliza. Quieren usar a Dios en su propio provecho y tienen que
descubrir que vivir para el Reino significa dar la propia vida, donarla sin
pedir nada a cambio.
En este anuncio, Jesús dice a los que
quieren seguirle, a los discípulos y a nosotros, que la verdadera grandeza está
en saber entregar la vida, en no apropiarse del don que nos ha sido regalado. Esa
actitud nos tiene que apelar: ¿Estamos entregando nuestra vida como
consecuencia del seguimiento? ¿A quién o a qué estamos
entregando nuestra vida? Lo lógico es asegurarla, pero el reto es dejarse
entregar. Las consecuencias son radicales: estamos invitados a leer ese “fracaso”
como la presencia de Dios que actúa en nuestra vida. Los discípulos no lo
entienden y a nosotros nos puede pasar lo mismo. Cierran los ojos y se
bloquean, pero Jesús insiste: estar a su lado es estar al lado de los
perdedores de nuestra sociedad.
Jesús les pregunta de qué iban hablando
por el camino, que es como decirnos a nosotros de qué vamos en nuestra relación
con él. No les abronca, sino que les pregunta por su verdad. Propicia que la
conversación que habían tenido a sus espaldas la pongan delante y les ofrece
dos mensajes. El primero es colocar a un niño en el centro abrazándolo. El niño
en el mundo antiguo significa la impotencia radical. No es nadie, no tiene
ningún poder, es el símbolo de la necesidad y la fragilidad. Es el símbolo de
la nueva familia que Jesús abraza, formada por los más vulnerables. El segundo
es mostrar una dimensión fundamental del Reino, que son las manos abiertas y
extendidas. Abrazar al niño es abrazar la impotencia y lo que está más abajo en
la sociedad. Esa es la gratuidad del Reino.
Probablemente, esta enseñanza solo la
puede captar quien se ha dejado abrazar por Dios en su propia vulnerabilidad y quien
ha abrazado a los últimos de la sociedad. El texto puede ser fundamental para tomar el pulso a nuestra relación con Jesús como seguidores
en el camino. Nos ofrece dos preguntas fundamentales para reflexionar estos
días cercanos a la Pascua, que pueden resumir cómo somos seguidores de Jesús:
¿Estamos al lado de los más vulnerables? ¿Nos dejamos abrazar por Dios en
nuestra propia vulnerabilidad?
LAC
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