UNA GOTA DE AGUA EN MEDIO DE UN DILUVIO

No por haber leído tantas veces los textos más conocidos del Evangelio acabamos interiorizándolos. Su profundidad y, sobre todo, la exigencia que suponen, junto a nuestras propias resistencias, hacen que nos resulte difícil aceptar lo que se nos plantea como algo natural.

Una de esas frases es la de amar a los enemigos, que siempre se nos ha presentado como una seña de identidad evangélica. En la práctica, sin embargo, cuando una persona nos hiere, vulnera nuestro espacio o atenta contra nuestra dignidad no la miramos como a un hermano, una hija o una amiga. Nos cuesta reconocer lo difícil que es aceptar ese mensaje, central en los evangelios, sobre todo en el de Lucas. Y eso que rebaja lo que Mateo dice en el suyo (“sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”), ya que todavía parece más difícil intentar ser perfectos como lo es nuestro Padre. En la famosa Carta a los Corintios atribuida a San Clemente se nos recuerda: “se ríen de nosotros cuando ven que no solo no amamos a los que nos odian, sino ni siquiera a los que nos aman”.

Hay una clave que nos puede ayudar a acercarnos mejor a la necesidad de amar a los enemigos: el amor al que se nos invita no se juega en el terreno de los sentimientos. No se trata tanto de envolver con un despliegue afectivo la relación con los que consideramos tan lejanos, sino de amar como Dios nos ama, de ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso. Y la forma más radical de ser misericordiosos es el amor a los enemigos, una aspiración difícilmente asequible, por lo que nuestro empeño tiene que ser grande. Gandhi decía que, gracias a un largo proceso de disciplina orante, hacía más de cuatro décadas que había dejado de odiar a nadie.

Jesús pide a sus discípulos un comportamiento que sería catalogado por sus oponentes como injusto. Pensarían algo así como que “el enemigo ha hecho daño y por lo tanto tratarle como hermano es totalmente ilógico e irracional”. Les está pidiendo no devolver las agresiones y amar y orar por aquellos que les agreden, como testimonia Esteban en Hechos. Jesús habla de un Dios que hace salir el sol sobre justos e injustos, no solo sobre unos pocos. También nos da pistas cuando nos explica cómo debemos rezar. No nos dice que comencemos diciendo Padre mío o Padre de los nuestros, sino Padre nuestro, que es Padre de todos.

También Pablo nos muestra cómo afrontar la relación con quienes nos causan rechazo. En uno de sus textos más conocidos, el llamado Himno a la caridad, Pablo nos habla del agape. Su significado hoy se traduciría por algo así como simpatía desinteresada e incondicional. No es el “eros” (amor pasional) ni la “filia” (amor entre amigos o familia), que son mociones del alma o sentimientos que se producen en una persona hacia otra. De lo que Pablo habla no es de un sentimiento, sino que para él agape son acciones. No es qué sentimientos despierta una persona, sino la capacidad de hacer el bien por otras personas. Es, sobre todo, hacer el bien a quien no merece que se le haga.

¿Cómo es posible ayudar a quien no lo merece? Tal vez la vía más fácil es entender que es un don: la experiencia fundamental del Espíritu de Jesús en nosotros. El agape es la prueba del algodón de que en el creyente está ese Espíritu. Cada uno de nosotros podemos descubrir que se nos ha mostrado un amor que no merecemos. Si es un don inmerecido, la consecuencia es continuar ese mismo proceso hacia los demás: amar a quien no lo merece.

La dinámica fundamental del creyente, por tanto, es amar a quien no merece ser amado. Tal amor nos tiene que transformar como personas y nos acerca a la propia experiencia de Jesús, que dio su vida por amor a todos. Mirar así al otro es expresión del amor desconcertante de Dios, que nos invita a participar de su misma corriente de amor generoso. El espacio preferencial para cultivarlo es nuestra oración. Como dice Joan Chittister (El aliento del alma), si nos introducimos en la oración por nuestros enemigos, si oramos a un Dios amante que nos haga amarlos también, nos haremos parte del corazón del mundo como una gota de agua en medio de un diluvio.

LAC


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