RECONCILIARNOS CON EL TRABAJO

Una canción muy popular dice que hay tres cosas importantes en la vida y que quien las consiga debe dar gracias a Dios. La letra de esa canción proclama que el amor hay que cuidarlo y la salud y ‘la platita’ no hay que tirarlos. En la práctica, parece que a es esto último a lo que damos mayor importancia, dado el tiempo que asignamos al trabajo, que es el principal medio de vida de la mayoría de las familias.

En estos primeros días de septiembre, en los que para muchas personas se produce el retorno a la actividad, merece la pena revisar qué sentido le damos al trabajo. Lo primero que hay que recordar es que no todo el mundo que quiere trabajar puede hacerlo, pese a que nuestra constitución señala que cualquier ciudadano tiene el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia.

Así leído y conociendo lo que pasa en nuestro mercado laboral, alguien podría pensar que el texto constitucional lo hubiera redactado Lewis Carroll, el célebre autor de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. Desgraciadamente, siendo el empleo el principal medio de inserción social en las sociedades contemporáneas, aunque no el único, en él se juegan algunos derechos y necesidades básicas que en el caso de nuestra sociedad no se cumplen.

Si no se dan esas condiciones, el trabajo, en lugar de ser un instrumento integrador, puede transformarse en una realidad estresante, que no solo no aumenta sino que rebaja la dignidad humana. La consecuencia es una pérdida del valor ético del mismo. En la Laborem exercens, Juan Pablo II nos recordaba una verdad fundamental, que es que el primer fundamento del valor del trabajo —su sujeto— es la persona misma. Es el trabajo el que está en función de la persona y no la persona en función del trabajo.

Vivimos, sin embargo, con un riesgo cada vez mayor de ser arrastrados en la dirección contraria. En muchas personas, la precariedad, el riesgo de desempleo, las jornadas interminables o nuestra propia obsesión por considerarnos imprescindibles, hacen que el trabajo no sea un factor de desarrollo personal, sino un elemento alienante, que provoca no solo cansancio sino también falta de fe en el ser humano. Si el trabajo se vive desde el agotamiento o el hastío, es la persona entera la que queda dañada en su cuerpo y en su espíritu.

No es extraño que en los últimos tiempos hayan aumentado problemas como el de los trabajadores quemados. Son situaciones en las que el estrés laboral se cronifica, dando lugar a un estado de agotamiento físico y mental que, si se prolonga en el tiempo, puede llegar a alterar la personalidad. Es reciente también la emergencia en países como Estados Unidos de la llamada Gran renuncia. Tal fenómeno consiste en el abandono de sus puestos por parte de cientos de miles de personas de distinta cualificación, que dejan el trabajo no necesariamente motivados por la búsqueda de una mejora laboral, sino por la reivindicación de una vida e identidad propia, más allá del salario.

Tenemos que reconciliarnos, de alguna manera, con el trabajo. Un paso necesario es tratar de vivirlo de otra manera, más en clave de compromiso y vocación. Dado que es francamente difícil que nuestro entorno laboral cambie, quienes tendremos que cambiar somos nosotros. Para ello, parece imprescindible evitar las inercias, gestionar mejor nuestro tiempo, escuchar a nuestro cuerpo, pero, sobre todo, dar un paso adelante y considerar el trabajo como un lugar de encuentro con los demás y con Dios.

Una idea inspiradora es tener presente que con el trabajo participamos en la obra de la creación. Continuamos desarrollándola y tratamos de completarla. Otra es recordar que Jesús era también un trabajador, un carpintero de taller que trabajaba con sus manos y que pertenecía a ese amplio segmento de la sociedad que tenía que trabajar duramente para poder vivir. También nos podemos fijar en lo que decía cuando trataba de mostrarnos que pese a todas las dificultades que implica ganarse ‘la platita’, no podemos vivir tan agobiados. Utilizando dos imágenes tan directas como los pájaros del cielo o los lirios, dice que no nos agobiemos por el mañana. En otro texto bien conocido nos invita, a través de Marta, a que nos preocupemos solo de lo importante, la parte mejor de la vida, que es encontrarnos con él y no andar inquietos y nerviosos con tantas cosas.

Hacer del trabajo una fuente de espiritualidad pasa por confiar en la providencia, pero también por echar una mano a esta y no dejar que todo dependa de ella. Se trata, en cierta manera, de ser sembradores de esperanza en nuestro trabajo, por muchas dificultades que podamos encontrar. El papa Francisco nos lo recuerda: “busquemos soluciones que nos ayuden a construir un nuevo futuro del trabajo fundado en condiciones laborales decentes y dignas, y que promueva el bien común, una base que hará del trabajo un componente esencial de nuestro cuidado de la sociedad y de la creación. En ese sentido, el trabajo es verdadera y esencialmente humano”. De esto se trata, que sea humano.

LAC


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