LA FELICIDAD ES UNA ESPERANZA
De todas las preguntas que puede hacerse cualquier persona o grupo humano una de las más importantes es qué es lo que le hace feliz. Preguntarse por el sentido de la felicidad equivale a preguntarse cómo vivir o, de manera más precisa, cómo llevar una buena vida. Esta es, sin duda, una noble aspiración ética.
La duda es si esta aspiración es
compartida mayoritariamente por una sociedad que parece que nos invita a ser
felices por encima de todas las cosas y en la que las referencias a este estado
son constantes. Los intercambios de deseos de felicidad son cotidianos y, ahora
que cuesta tan poco comunicarse a través de las nuevas tecnologías, resultan
especialmente intensos en determinados momentos: feliz Navidad, feliz
cumpleaños, felices vacaciones, feliz puente, feliz fin de semana, etc. Hasta hay una fecha declarada Día mundial de la felicidad (20
de marzo). El riesgo es que muchas de las experiencias que se nos ofrecen
asociadas a la felicidad son fugaces.
Ciertamente, el propio concepto de
felicidad es complejo. Según la RAE, la felicidad es un “estado de grata
satisfacción espiritual y física”. Añadir esa dimensión espiritual amplía
nuestro horizonte de miras y nos invita a repensar cómo llegar a ese estado. Martin Seligman, uno de los fundadores
de la llamada psicología positiva,
planteó que la auténtica felicidad es el resultado tanto de emociones positivas
como de actividades positivas, siendo fundamental, resumiendo mucho, la
satisfacción por alcanzar los fines que nos hemos marcado.
Esta
forma de ver las cosas, sin embargo, ha sido criticada. El énfasis en que
nuestro fin permanente son las emociones puede hacer que lleguemos a
trivializarlas. Desde esta visión, además, corremos el riesgo de convertirnos en
los únicos responsables de nuestra felicidad: “si no eres feliz es por tu
culpa”. Parece que el entorno en el que vive cada persona no importa y que si
no nos va bien es por nuestra propia responsabilidad.
Una de las reflexiones más profundas
sobre la felicidad nos la ofrece Viktor Frankl, el psiquiatra y filósofo
austríaco. En El hombre en busca de sentido, Frankl cuenta que “las
personas cuyas vidas tienen un alto nivel de sentido a menudo buscan este
activamente, incluso si saben que vendrá en detrimento de la felicidad. Esta es
como una mariposa. Cuanto más la persigues, más huye. Pero si vuelves la
atención hacia otras cosas, ella viene y suavemente se posa en tu hombro. No es
una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida”.
Tenemos la ventaja de disponer de un
recetario bien definido. Jesús nos plantea un programa para ser felices y, además,
nos explica por qué: las bienaventuranzas. Una bienaventuranza es una fórmula
de felicitación. Macarismos es la palabra griega para bienaventuranzas y la
lengua castellana la ha conservado en su definición de felicidad. La paradoja
es que Jesús se dirigió a personas que padecían situaciones de injusticia y
opresión. Les propone esperanza frente a una realidad que viven en el presente.
Proclama su felicidad y no solamente la promete. Con el lenguaje de hoy,
diríamos que las bienaventuranzas son contraculturales, porque reevalúan los lugares y situaciones
de sufrimiento para promover desde allí valores alternativos. El Reino está
irrumpiendo en esas situaciones, que son lugares desde donde poder acogerlo.
Integrar este programa en el día a día nos
lleva a removernos por dentro. Implica confianza y cambio de vida, ya que
pensar en clave de bienaventuranzas exige una reordenación total de
prioridades. El paso más complicado tal vez sea, como dice la primera
bienaventuranza de Mateo, reconocernos pobres de espíritu. Se trata de tomar
conciencia de nuestra radical dependencia de Dios.
Es normal que el contraste entre el
“programa” de Jesús y las propuestas de felicidad que nos ofrece esta sociedad
pueda producirnos un cortocircuito. Jesús proclama feliz a la persona que la
sociedad hace desgraciada. Lo hace en el presente, aunque la plenitud se
alcance en el futuro. Uno de los principales expertos en el tema, Jacques
Dupont, lo resume bien: “Las personas dichosas de las que habla Jesús son
felices ahora en virtud del porvenir que se abre por delante de ellas. La dicha
de la que hablan las bienaventuranzas se presenta entonces ante todo como
vinculada a una promesa, como el resultado de una maravillosa esperanza”.
Las bienaventuranzas son, en síntesis,
un programa de vida cristiana que rezuma esperanza. Esta no se cimenta en el
idealismo de que hay que aguantar todo porque el futuro es maravilloso, sino en
la esperanza de que podemos experimentar, aquí y ahora, la felicidad que
procede de Dios.
LAC
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