UN AMOR DESCONCERTANTE
Cualquier intento de revisar nuestra relación con Jesús como seguidores suyos remite inevitablemente a la imagen del crucificado. Esa imagen sigue siendo motivo de reflexión y discernimiento. La crucifixión era un instrumento de tortura extrema y se les practicaba a los indignos. Para las primeras comunidades fue un problema aceptarla. Pablo resume muy bien la dificultad de aceptar un Mesías crucificado cuando escribe a los corintios que “los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor 1,22-24). Ese mismo desconcierto que pudieron vivir los contemporáneos de Jesús nos puede asaltar también a nosotros. La cruz sigue siendo algo turbador en el siglo XXI.
Aceptar la cruz y ver en ella el
amor de Dios es uno de los mayores retos en nuestro itinerario creyente. Quien
puede afirmar que Jesús crucificado es la expresión del amor desconcertante de
Dios ha dado un salto muy grande en su experiencia cristiana. Llegar a ver en el crucificado esa
imagen de Dios no es un proceso fácil. Hay una parte de tarea y un proceso de
interiorización al que solo se puede llegar desde un encuentro muy intenso y
personal. Hay también obstáculos para esa aproximación, relacionados con cómo
la propia Iglesia presentó en algún momento la muerte de Jesús en la cruz. Esa
imagen no siempre ha sido nítida, algunas veces borrosa y otras deformada.
Una imagen borrosa es la que pone el primer plano en el dolor humano de Jesús en la cruz. El excesivo énfasis en su sufrimiento físico puede producir un fogonazo de conmoción sentimental, pero también relegar a un lugar secundario la razón última de ese final, que es la fidelidad al amor recibido de Dios llevada al extremo. No quiere decir esto que rememorar el sufrimiento físico de Jesús solo tenga implicaciones emotivas, sino que necesitamos dar un paso más allá. Ese cuerpo desfigurado, clavado en la cruz, es también el de todas las víctimas sufrientes de nuestros días.
Otra
imagen, que más que borrosa resulta cada vez más distorsionada, es la asociada
a un vocablo que hoy tiene poco eco en las teologías de la cruz: la expiación.
Todavía algunos creyentes defienden que la cruz es el peaje inevitable exigido
por Dios para reparar el pecado humano. Esto es inaceptable e incompatible con
el Dios que nos muestra Jesús. Los textos bíblicos muestran, por el contrario,
que la acción de Jesús, con la muerte en la cruz, nos debe cambiar a nosotros,
no a Dios. Hay redención en la muerte de Jesús, pero no por lo que tiene de
sufrimiento, sino por lo que tiene de amor.
Dios
no puede querer que Jesús muera en la cruz, ni puede complacerse en el
sufrimiento, que está completamente fuera de su plan. Se complace en el amor,
como el de Jesús al permanecer fiel a su misión hasta el último momento. Fue
ese amor fiel de Jesús, en un mundo de pecado, el que le llevó a la muerte en la
cruz. Lo que la cruz nos muestra es un amor más fuerte que la muerte. Nos
muestra el amor incondicional de Jesús. Nuestra respuesta no puede ser otra que
corresponder a ese amor. Eso, irreversiblemente, nos lleva al amor a los demás
y a comprometernos a aliviar el dolor y el sufrimiento de los crucificados de
hoy.
LAC
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