PREPARAR EL CAMINO
Llega
el Adviento y con él las imágenes que nos ayudan a prepararnos para ir haciendo
hueco a ese Dios que viene a nosotros. Una de ellas es la que a través de las
lecturas de la liturgia o de los cantos habituales en estas fechas nos muestra
a Juan proclamando que preparemos el camino al Señor y allanemos sus senderos. El
profeta habla de una venida, que es lo que quiere decir la palabra adventus.
A
bote pronto, esta invitación nos hace preguntarnos por dos cuestiones no
siempre fáciles de entender, como son qué quiere decir que Dios viene y qué es
esto de allanar sus caminos. Entender cuáles son esas veredas y cómo
enderezarlas no parece algo inmediato para el parroquiano de a pie. Como mínimo
podríamos exclamar, como Pablo en su carta a los Romanos, “¡qué insondables sus
decisiones y qué irrastreables sus caminos!”.
¿No
resulta un poco lioso afirmar que Dios viene cuando la base de nuestro sentir
creyente es que ya está en nosotros? ¿No es su entrada en nuestras vidas un
camino ya recorrido? Son cuestiones que difícilmente podemos dejar de plantearnos
y que nos animan a adentrarnos en la densidad de un gran misterio. Darles
respuesta no es fácil y menos cuando intentamos articularla desde la razón. Tal
vez la alternativa sea interiorizar esas grandes preguntas desde nuestra propia
vulnerabilidad. Como bien escribió Juan Martín Velasco, “nuestra condición
temporal y nuestra limitada capacidad hacen que nunca, mientras vivamos en este
mundo, Dios pueda estar del todo”. Si está viniendo siempre no es porque no
esté, sino porque nosotros mismos podemos estar siempre recibiéndole más y
mejor.
Su
nueva venida solo es posible, así, desde una condición previa, que es que
nosotros queramos recibirlo. Por eso cobra sentido preparar ese camino. La
palabra preparar viene del latín praeparare, formada del prefijo prae
(antes) y el verbo parare (disponer, dejar listo). ¿Cuáles son esos
caminos que hay que dejar listos y cómo debemos disponernos para tenerlo todo
preparado? Podríamos decir como en el salmo “Señor, enséname tus caminos, instrúyeme
en tus sendas”, pero la realidad es que normalmente hacemos muchas teorías, cuando
lo difícil es llegar a una praxis concreta. Probablemente, porque no puede
haber una única praxis. Hay tantos caminos como personas.
Viniste
como supe que vendrías,
y
me dejaste mudo si bien lleno
todo
el silencio ya de tu mensaje;
y
me dejaste ciego pero abiertos los ojos
a lo no visto, la luz.
Las paradojas que describe significan una experiencia de asombro. Llevándolas a nuestro itinerario creyente, aparece la revelación de que Jesús nos ha llamado y nos ha llenado. Hay una palabra que se ha revelado y que tiene el poder de llamarnos. Nos remite a una presencia.
Preparar
el camino es caer en la cuenta de que acoger esa presencia implica echar a
andar. Jesús está siempre en camino y entre los primeros creyentes nos
encontramos continuamente con seguidores en movimiento, como las mujeres que
van al sepulcro o los discípulos que caminan hacia Emaús. En el camino de la
vida, en medio de la experiencia humana, es donde ocurre la revelación.
En
ese camino que hay que preparar caminando hay algo que nos invita a mirar más
hacia arriba, pero con una nueva mirada ante la realidad. Lo que viene de
arriba se percibe solo desde abajo, desde las experiencias humanas. El
encuentro con Dios nos abre a algo más grande, a percibir más no sólo de él sino
de lo humano. Es encontrarnos con los que parecían extraños en el camino –como
en el camino a Emaús–, mirar compasivamente a los que la sociedad arroja en sus
cunetas –como el ciego del camino, que ha sido visitado por Jesús y habiéndose
sentido tocado dice “voy contigo”– y es también buscar incansablemente a los
verdaderos invitados a celebrar esta venida, saliendo, como dice el evangelio,
por los caminos y senderos, “hasta que entren y se llene mi casa” (Lc 14,15-24).
Preparar
el camino es también asumir nuestra fragilidad. En la venida de Dios en carne
de niño se nos descubre el tremendo poder de un amor desarmado. Solo un amor
vulnerable se vuelve poderoso. Cuando no dominamos todas las situaciones es
entonces cuando puede comenzar nuestro camino. Somos enviados a nuestra propia periferia.
Desde esa fragilidad puede comenzar un itinerario de conocimiento de Dios, que
es también un camino de conocimiento de nosotros mismos. Cada día hay
circunstancias que nos muestran nuestra debilidad y las dificultades para
encontrar los caminos de Dios. Como
en la teofanía del Horeb, tenemos que descalzarnos
simbólicamente para hacernos conscientes de nuestra propia fragilidad. Hacerlo nos acerca al Dios que se nos
revela.
Preparar
el camino implica renuncias. Estar en actitud de espera puede suponer pérdidas,
pero con la esperanza de encontrar un tesoro que nos va a hacer dejar todo por
él (Mt 13,44). La clave para superar la negatividad de las renuncias es
encontrar emociones positivas más poderosas. Todo lo que se deja en el camino
se va a recuperar después. La renuncia puede ser crecimiento. Como dice San
Juan de la Cruz en el Cántico Espiritual, “ni cogeré las flores ni
temeré las fieras”. Es para ganar en libertad, caer en la cuenta de que somos
libres. Tenemos que hacer nuestro propio camino vital. Definirnos por las
expectativas de los demás sería estar bajo el yugo de la falta de libertad.
Finalmente, preparar el camino es interiorizar que es una ruta circular. Previa a mi fe en Dios está la fe que Dios ha puesto en mí, como un doble camino de ida y vuelta. Eso es lo que da fundamento a nuestra espera y a nuestra vida. Como escribió Karl Rahner, “tal amor solo es posible porque Dios desciende personalmente al mundo. El resultado es que el amor ascendente que nosotros tenemos a Dios es siempre complemento de la bajada de Dios al mundo”. Ese amor que desciende y que viene a nosotros es fuente de nuestra esperanza y de nuestra alegría. Asimilando lo que dice Pablo en la carta a los Romanos citada al principio, que la esperanza de un nuevo Adviento nos tenga alegres.
LAC
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