LA ALEGRÍA ES LA RESPIRACIÓN DEL CRISTIANO

Para cualquier observador, un ejercicio cotidiano es escrutar las expresiones de gente que no conocemos, pero con las que compartimos itinerario, ya sea en la calle, el Metro, el autobús o en cualquier otro lugar. Nos podría llamar la atención la cantidad de personas que comienzan el día con el ceño fruncido. Parece que el hecho de enfrentarnos a nuestras rutinas produce, cuando menos, un sentimiento de poco disfrute. Como suelen recordar los especialistas, encarar el día de esa forma no solo nos lleva a un mayor pesimismo vital asociado a un mayor riesgo de enfermedades, sino que, además, hace que las arrugas se agranden. Para disimular estas hay muchos trucos, como tratamientos, cremas, ejercicios de yoga facial o, a lo que suelen recurrir las famosas, el ácido hialurónico. Hay otro remedio que todavía tiene propiedades más curativas, que es entender que la vida es también buen humor y sonreír. Eso no evita otro tipo de arrugas, como las de las líneas de la sonrisa, pero parece mucho más reconfortante que lo que nos ofrecen las marcas beauty.

Sonreír y reír es natural en los seres humanos. Incluso hay estudios que revelan que es algo propio de los homínidos. En un estudio reciente (“Burlas juguetonas y espontáneas en cuatro especies de grandes simios”, Proceedings of the Royal Society B), un grupo de científicas demostró que los bonobos, chimpancés, orangutanes y gorilas tienen cosquillas, ríen, juegan y se pitorrean. Que las especies de homínidos, incluida la humana, compartan la habilidad para la mofa indica que el humor ya existía hace muchos millones de años, cuando nuestros linajes divergieron, lo que revela el importante papel evolutivo de las bromas y las sonrisas.

Afrontar nuestra realidad con buen humor, a pesar de las dificultades, no solo es un buen recurso para el quehacer diario, sino también una de las señas de identidad de los cristianos. El papa Francisco ha dicho en distintas ocasiones que la alegría es la respiración del cristiano, nuestro modo de expresarnos. En uno de los libros-entrevista que se le hicieron (Dios es joven), manifestó que «Para poder respirar es fundamental el sentido del humor, que está conectado a la capacidad de disfrutar y entusiasmarse. Tener sentido del humor ayuda también a estar de buen humor y cuando estamos de buen humor es más fácil convivir con los otros y con nosotros mismos». Al estilo del famoso pensamiento de Chesterton, el escritor inglés, el Papa nos recuerda que la vida es algo demasiado serio como para tomárnosla seriamente.


Un recuerdo que tengo muy vivo es una sonrisa con la que me encontré, hace ya años, la primera vez que recorrí el Camino de Santiago. Es la del profeta Daniel, que recibe desde hace más de ocho siglos a los que se acercan al Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago. En el conjunto de esa maravilla románica sorprende esta sonrisa desde las jambas del lado norte del Pórtico, aunque no es la única estatua que allí ríe o sonríe. Lo hacen también los demonios y sonríe San Juan en las jambas del lado sur. Algunos dicen que más que una gran herramienta teológica, ideada por el genio del Maestro Mateo, es una rebelión artística frente a la habitual depuración de cualquier gesto no trascendente en el arte religioso. Una popular leyenda canalla aporta otra posibilidad cuando sugiere que se ríe de la reina Esther, situada enfrente, a la que un obispo preocupado por guardar las formas ordenó que aplanaran sus pechos. Según otra explicación, se ríe porque conocía que llegaría la salvación y su figura se opone a la más contrita de Jeremías y sus lamentaciones, en el mismo espacio en el Pórtico.

La cuestión es por qué hay que justificar tanto una sonrisa que, además, puede ser profética. En la historia de la Iglesia ha pesado mucho más la represión de la sonrisa que su amplia manifestación. El poder y la jerarquía han sido enemigos de la risa, que, tradicionalmente, ha quedado excluida de las esferas oficiales. En la famosa novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, uno de sus personajes, el Venerable Jorge de Burgos, dice que la risa mata el miedo y sin miedo no puede haber fe: «la risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne; es la distracción del campesino, la licencia del borracho; la risa sigue siendo algo inferior, amparo de los simples, misterio vaciado de sacra mentalidad para la plebe».

No hay nada más contrario a esta visión lúgubre de la fe que las palabras y los hechos del mismo Jesús. Nuestra alegría está intrínsicamente asociada a la buena noticia del Evangelio que él proclama. El lugar del miedo a un Dios-juez lo ocupa ahora una salvación que se nos da gratuitamente al ser amados por un Dios que viene a nosotros. Es lo que recogen las palabras de María al recibir la novedad de Jesús: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Esa alegría está especialmente destinada a los que son perseguidos o humillados por su causa, a quienes dice «alegraos y regocijaos» (Mt 5,12).

Los que convivieron con él pudieron palpar cómo ese anuncio se transformaba en felicidad: a su paso «toda la gente se alegraba» (Lc 13,17). Nos legó un mensaje de total confianza que nos invita a una alegría sin límites: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11).

A esto mismo nos exhorta San Pablo, recordándonos que Dios es alegría y que todos estamos invitados a mantener el buen humor incluso en los momentos más difíciles, cuando parece que las preocupaciones y los avatares de la vida van a terminar anegándonos: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu» (1 Tes 5,16-19); «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4). Pero también nos recuerda que esa alegría, siendo un don que hay que pedir a Dios, necesita nuestro esfuerzo: «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). Una alegría que no crea esperanza y en la que no ponemos nada de nuestra parte será efímera.

La Iglesia ha recogido este sentir en la liturgia. El cuarto domingo de cuaresma es el denominado laetare y hace referencia a la antífona del Salmo 147 “¡Alégrate, Jerusalén!”. Nos tenemos que alegrar y celebrar que el amor de Dios nos salva. La luz que puede iluminar todo ha venido ya al mundo y esa alegría nadie nos la puede arrebatar. Siempre habrá momentos difíciles, que pondrán a prueba nuestra voluntad, pero como escribió el papa Francisco en su primera exhortación evangélica, «la alegría se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo» (EG.6).


En el libro antes citado, el Papa hace una confesión al entrevistador: «cada día, desde hace casi cuarenta años, pido al Señor esta gracia y lo hago con una oración que escribió santo Tomás Moro, la Oración del buen humor». Este gran humanista recibió condena de muerte por orden del rey Enrique VIII, acusado de alta traición por no prestar el juramento antipapista frente al surgimiento de la Iglesia anglicana, oponerse a su divorcio con la reina Catalina de Aragón y no aceptar el Acta de Supremacía, que declaraba al rey como cabeza de esta nueva Iglesia. Era tal su buen humor que se dice que, en el momento de subir al cadalso, pidió que lo ayudaran y añadió: «Bajarme ya lo haré yo solo».

Nos pueden valer como inspiración para el momento de salir a la calle cada mañana las últimas palabras de su oración: «Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea».

LAC

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