RETIRO DE CUARESMA 2024
El pasado sábado celebramos el retiro de Cuaresma en el colegio Divina Pastora. Tuvimos la suerte de poder contar con Ángel Cordovilla, profesor de la Universidad Pontificia Comillas para impartirlo. El retiro giró sobre una idea muy original para ayudarnos a interiorizar: el vuelco de Dios hacia nosotros. Reproducimos el texto que Ángel fue desgranando, titulado “La conversión de Dios”.
En el pasado retiro de adviento traté sobre Dios y su venida desde el Salmo 24: «Portones, alzad los dinteles, va a entrar el rey de la gloria». Ahora tendríamos que decir que ya ha entrado, se ha encarnado y ha iniciado su camino de descenso, kenótico, para revelarse como el Dios por nosotros. No hay que alzar los dinteles, sino abajarse, como él, para seguirlo. Voy a volver a fijarme en Dios, en este caso en su conversión, es decir, en su vuelta decidida hacia nosotros. Realmente es Dios quién me interesa. Todo lo demás es relativo, circunstancial, contingente, finito, caduco, que tiene su importancia en la vida diaria de cada día, pero que, ante él y su presencia, adquiere su verdadera medida y sentido.
La cuaresma, como tiempo de gracia que Dios nos regala a través de su Iglesia, comienza con un grito invitándonos a la conversión: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,14s). Es un camino de conversión que nos conduce hacia el misterio de la Pascua, lugar donde como veremos se nos revela otra conversión, más decisiva e importante que la nuestra, la conversión de Dios a nosotros, que hace posible y es la condición de posibilidad de la nuestra. Dios nos invita esta cuaresma a la conversión, pero no de una forma lejana y distante, sino volviéndose a nosotros, convirtiéndose a nosotros.
1. Nuestra conversión a Dios
Desde nuestra perspectiva, como seres humanos, como cristianos, como comunidad parroquial, como Iglesia ¿en qué consiste esta conversión? En un movimiento, en un cambio de dirección en el camino de nuestra vida. El evangelio con el que siempre comenzamos la cuaresma nos ayuda a comprender el sentido de este cambio (Mt 6, 1-6. 16-18). Jesús nos invita a que nuestras acciones cotidianas (ayuno, limosna y oración) sean realizadas desde lo oculto de nuestra vida y desde la convicción que son realizadas bajo la mirada atenta de Dios nuestro Padre. El ayuno tiene que ver con la austeridad en la forma de vida; la limosna, con la generosidad hacia los otros; y la oración, con la apertura de nuestro ser a la presencia de Dios en nuestra vida. Pues bien, Jesús nos dice que estos tres impulsos de la vida humana con relación a nosotros (austeridad), a los demás (generosidad) y a Dios (oración) han de realizarse desde lo “escondido” y ante “tu Padre”. Estos son los dos movimientos fundamentales que implica nuestra conversión: hacia dentro y hacia lo alto, que finalmente terminan en un tercero, al salir hacia fuera buscando el bien de nuestros hermanos (obras de justicia). Porque la conversión, para que sea plena, necesita que se exprese en una verdadera renovación de la mente (Rom 12,2) y una transformación de nuestra vida hasta llegar a ser, en Cristo, criaturas nuevas (2Cor 5,17).
La primera invitación es hacia dentro. El sentido original de la palabra conversión lleva inherente esta vuelta a un estadio original y primero. Es el esfuerzo que el hombre hace por dirigirse hacia lo más profundo de sí mismo, hacia su verdadero y auténtico ser. Hoy los hombres vivimos hacia fuera, dispersos, preocupados en exceso por nuestra fachada y nuestro aspecto, pendientes de la mirada de los demás o incluso en la percepción exterior de nosotros mismos. Hoy hay más estética que ética, aun cuando ambas dimensiones siempre han estado relacionadas al estar enraizadas en la verdad. Al difuminarse esta, la relación de las dos primeras también desaparece, quedándose la estética como una simple forma exterior de la realidad. Pero no nos desviemos hacia la filosofía. Jesús, en la línea del mejor humanismo, nos invita a volvernos hacia lo escondido, al camino de la interioridad, a entrar dentro de nosotros, en lo escondido, para vivir la vida con realismo y autenticidad.
Pero este movimiento no basta. Aquí todavía no hemos alcanzado propiamente la conversión cristiana. Si caminamos hacia lo oculto y escondido, hacia lo profundo y lo interior de nuestro ser, es para poder encontrar a Dios. El segundo movimiento de nuestra conversión es hacia lo alto, hacia «el Padre que ve en lo escondido». El tiempo de cuaresma es una época especial para caer en la cuenta de una verdad fundamental: vivimos delante de Dios, que es nuestro Padre. Todo lo que hacemos por pequeño y escondido que sea lo realizamos desde la mirada paterna y amorosa de Dios. El camino del hombre tiene siempre un Testigo (Dios Padre), no para enjuiciarlo por sus acciones ajustando las cuentas con él, sino para sostenerlo y justificarlo con su amor y con su gracia (Joel 2,13.18).
Desde aquí, podemos salir verdaderamente hacia fuera por el bien de nuestros hermanos en esa perspectiva tan subrayada por los profetas de que el verdadero ayuno y la oración que alcanza a Dios tiene que ser realizada desde la justicia y el compromiso solidario por los pobres y los desfavorecidos. Recordemos las duras palabras de los profetas contra el culto vacío de Israel por faltarle la expresión concreta y social de la fe en Dios. Hay que rasgar los corazones, no las vestiduras. Hay que practicar la justicia y el derecho como expresión de la verdadera y correcta relación con Dios. Israel se queja de que se dirige a Dios; que hace las obras de piedad (ayuno), pero que Yahvé no escucha, ni se entera. Yahvé responde por medio del profeta que ese no es el ayuno que Dios quiere: «¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor? El ayuno que yo deseo es este, romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libre a los maltratados, compartir tu pan con el hambriento, acoger en tu hogar al sin techo, vestir a los que van desnudos y no abandonar a tus semejantes» (Is 58,1-7).
La conversión implica, por lo tanto, a la vez un arrepentimiento y un cambio de mentalidad, un giro en la dirección de la vida que se dirige hacia dentro (interioridad), hacia lo alto (trascendencia) y hacia fuera (nuestros hermanos). Pero, en realidad, hay que decir que nuestro camino de conversión sólo es posible porque antes de que nosotros pudiéramos caminar hacia Dios, él, en la persona de su Hijo, se ha convertido antes hacia nosotros, es decir, ha salido a nuestro camino y se ha volcado definitivamente hacia los hombres entregándose por nosotros (2Cor 5,17-21). Porque Dios ha descendido desde lo alto a lo más profundo de la tierra, nosotros, desde dentro y desde lo alto, podemos salir hacia fuera trabajando por la justicia y buscando el bien de nuestros hermanos. Somos invitados a convertirnos porque Dios antes se ha convertido a nosotros. Somos invitados a volver a Dios, porque Dios se ha vuelto antes definitivamente hacia nosotros.
La idea del arrepentimiento de Dios no es extraña a la Sagrada Escritura. Leemos en ella que Dios se arrepintió de crear al hombre, al descubrir la hondura de su maldad y su pecado; se arrepintió de haber mandado el diluvio sobre la tierra; o se arrepintió de las amenazas de castigar a su elegido por los pecados… Es evidente que es una forma antropomórfica de hablar de la relación de Dios con los hombres, para poner de relieve especialmente que Él es ante todo amor y misericordia, lento a la cólera y rico en piedad, la fórmula de gracia que se repite en los momentos más importantes de su revelación en el Antiguo Testamento. Así lo expresa el profeta Joel: «Volved a Yahvé, vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, lento a la cólera y rico en amor, y se arrepiente de las amenazas» (Joel 2,13).
Pero ¿y convertirse? ¿Es posible que Dios se convierta a nosotros? ¿Qué queremos decir con esta expresión? ¿Qué Dios tiene que ponerse al servicio del hombre? En realidad, cuando usamos esta expresión queremos hablar de su disposición hacia nosotros. Dios se vuelve una y otra vez al hombre, para buscarlo, para encontrarlo, para hacer alianza con él, para salvarlo, para invitarlo a la comunión. Por eso el profeta le pide a Dios que se vuelva y se convierta a ellos, para que ellos puedan volverse y convertirse a Dios. Solo desde la gracia de Dios vuelta hacia nosotros, podemos nosotros volvernos y convertirnos a Dios.
No es el hombre el que ha salido a buscar a Dios; sino que es Dios quien ha tomado la iniciativa y ha salido a buscar al ser humano. Esta es la afirmación central de la Escritura y lo que realmente causa conmoción. La Escritura no tiene en el centro de su testimonio que el hombre busque a Dios entre luces y sombres, anhelos y deseos, sino que Dios haya salido de sí mismo para encontrarse con el hombre. Así dice Yahvé según el testimonio del profeta Isaías: «Daba respuesta a los que no me preguntaban, iba al encuentro de los que no me buscaban» (Is 65,1). Antes que el hombre busque a Dios, ha sido Dios quien ha salido a la búsqueda del hombre. Nuestra búsqueda es un signo de que él antes ya nos ha encontrado.
Esta convicción que ha sido repetida por la gran tradición eclesial. El monje cisterciense Bernardo de Claraval en su obra sobre el amor de Dios (7,22) escribe:
Para Bernardo Dios es quien hace que le busquemos y que le amemos, porque antes nos ha buscado y amado él a nosotros. Más adelante, el autor de la Imitación de Cristo, se refiere a esta misma idea al escribir: «Tú primero me despertaste para que te buscase». El filósofo y matemático Blaise Pascal ha insistido con fuerza en esta misma idea al decir en sus Pensamientos fragmentarios para una filosofía del cristianismo: «Consuélate. Tú no me buscarías si no me hubieses encontrado… Tú no me buscarías si tú no me poseyeras. No te inquietes más» (Pensamientos 919). O la conmovedora afirmación de Simone Weil comentando los versos del himno de Laudes de la semana 34 del antiguo oficio inspirados en el relato de la Samaritana:
«Te sentaste cansado, buscándome… La idea de una búsqueda del hombre por Dios es de un esplendor y profundidad insondables. Hay una decadencia cuando se la reemplaza por la idea de una búsqueda de Dios por el hombre» (Carta a un religioso, 34).
Dios está en búsqueda del hombre y nuestra búsqueda de él es ya una respuesta a su movimiento previo, que funda el nuestro. Él es quien ha recorrido el camino infranqueable e infinito que nos separaba. El hombre puede tener la percepción de que la historia de su encuentro con Dios está precedida por una búsqueda afanosa y prolongada en el claroscuro y en la penumbra; una búsqueda a tientas. Pero, en realidad, hemos de ser conscientes de que toda búsqueda del hombre en su camino hacia Dios está precedida por la búsqueda de Dios al hombre.
Con el gran maestro Agustín de Hipona hemos repetido una y otra vez que cada hombre es un corazón inquieto que busca descanso y plenitud en Dios (Conf. 1,1). Es cierto. Pero la inquietud más radical y más fuerte pertenece en realidad al corazón de Dios que ha salido al camino de la vida de los hombres para hablarnos como amigos e invitarnos a su compañía (cfr. DV 2). Nuestra búsqueda y nuestra conversión a Dios, por lo tanto, son en el fondo una respuesta a una inquietud que Dios ha puesto en el corazón de todo hombre. Hay siempre una precedencia de la presencia de Dios en nosotros. Toda búsqueda del hombre nace de un movimiento previo de Dios. Es, por lo tanto, una respuesta a una presencia anterior e incluso podemos decir que el encuentro con él es el fruto de una mayor inquietud de Dios de encontrarse con el hombre.
Cuando el relator del libro del Génesis se imagina el principio de todo, el origen, allí narra a Dios creando, nada más; no quiere imaginarse otra cosa. El autor del libro de los Proverbios unos siglos después, es más imaginativo y nos habla de Dios creando primero la sabiduría, a través de la cual hará todas las cosas y dejará en todas ellas su huella y su impronta. Una creación que nace de la alegría y el juego, como expresión de la gracia y la libertad de Dios al crear: «como aprendiz era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia, jugando con la esfera de la tierra, y compartiendo mi alegría con los humanos» (Prov 8, 30-31). El autor del Evangelio de Juan, releyendo precisamente estas páginas del libro del Génesis a la luz de la tradición sapiencial del libro de los Proverbios, da una vuelta de tuerca a esta imagen. Y así, interpreta que, en el principio de todo, efectivamente está Dios y junto a él su Palabra, a través de la cuál creará todas las cosas y en cuanto hecha carne comunicará a esa realidad creada toda la gracia y la verdad.
Según el relato del Génesis, las primeras palabras de Dios después de que esté finalizada la obra de la creación es la pregunta por la ubicación del hombre: «Adán, ¿Dónde estás?» (Gén 3,9). El ser humano, varón y mujer, con el pecado de desobediencia por haber querido de forma impaciente arrebatar el don a la vida divina que Dios le había prometido como gracia y vocación, pervirtió el designio divino truncando así su situación paradisiaca. Conscientes de su pecado, se esconden de la presencia de Dios al oír sus pasos por el jardín paseándose a la brisa de la tarde. Al sentir su ausencia, se interesa por ellos, sale en su búsqueda. Dios no es rival del hombre, le deja espacio y libertad para que pueda esconderse de él sintiendo vergüenza de su desnudez mediada ya por el pecado. Dios no es el vigía del hombre que le está esperando a la vuelta de la esquina para violar su intimidad en la caída del pecado. No obstante, el hombre ha sido creado por él como interlocutor real, capaz de comunión y de rechazo, del don de la vida divina y de responsabilidad por sus acciones.
Es una pregunta semejante a Caín, cuando notando la ausencia de Abel le hace esa pregunta que nos constituye a los hombres en seres morales: «Caín, ¿Dónde está tu hermano? (Gén 4,9). Habitualmente hemos pensado que Dios es la respuesta a la pregunta que es el hombre; a este lo hemos considerado inquietud constitutiva de deseo de plenitud y Dios aparecía en el horizonte como respuesta a esta inquietud original. Esta perspectiva es verdadera, pero no podemos olvidar que en el relato del Génesis este esquema se invierte. Es Dios quién pregunta, quien está inquieto por el hombre y por su hermano. Este puede esconderse, en el fondo de sí mismo, puede matar a su prójimo por rivalidad, pero siempre tendrá una pregunta que le inquiete desde fuera o desde el fondo de su conciencia como voz de Dios para él: ¿dónde estás?; ¿dónde está tu hermano?
Esta voz de Dios en nosotros por nuestros hermanos, lo hemos llamado conciencia moral. Ella expresa esta pregunta por el lugar personal y la vida del prójimo como la expresión, como correlato antropológico, de la búsqueda que Dios hace de cada uno de los hombres desde la estructura creacional. Dios nos busca desde el fondo de la conciencia como pregunta existencial por mi lugar en el mundo ante él y mi responsabilidad ante mi prójimo. Si Dios nos busca a través de estas realidades, podemos entender que a su vez estos sean auténticos caminos del encuentro con Dios: la vía de la interioridad de la conciencia tal y como nos ha dejado descrita de manera magistral Agustín de Hipona y la vía de la exterioridad del prójimo que desde Mt 25 hasta la filosofía de Levinas ha sido una constante en el camino por el que Dios ha querido encontrase con el hombre y este ha podido hallar a Dios.
Pero la búsqueda de Dios por el hombre no se limita a este orden creacional y de conciencia. La creación es para la alianza. Dios crea a un hombre libre porque busca la relación personal con él como su verdadero interlocutor. La relación que él quiere instaurar con el hombre es de tú a tú, una relación de alianza que podríamos llamar también una relación teologal. Es verdad que en la primera alianza con Noé ésta es unilateral, aunque siempre es un pacto que se remite a otro. Dios promete por sí mismo y se compromete por su propia realidad a establecer una alianza eterna con la humanidad: «Establezco mi alianza con vosotros: nunca más volverá a ser aniquilada la vida por las aguas del diluvio» (Gén 9,11). No obstante, la naturaleza de esta nueva relación se desvela realmente en la que hace con Abrahán: «Establezco mi alianza entre tú y yo» (Gén 17,4), «entre yo y vosotros» (17,10). La expresión decisiva es la preposición entre que indica relación, reciprocidad, diálogo, vinculación mutua. Dios no es sólo quien se siente concernido por el hombre y su lugar en el mundo, sino que ha querido vincularse a él en un pacto instaurado por él mismo.
El contenido de la alianza no es un código, ni una serie de mandamientos y de normas –estos son siempre medios que sellan o conducen a la relación adecuada entre ambos- sino más bien una relación íntima y personal. Dios mismo se compromete a ser el Dios de ellos: «El pacto que hago contigo y que haré con todos tus descendientes en el futuro es que yo seré siempre tu Dios y el Dios de ellos» (v.7). que se expresará después en la fórmula repetida en el contexto de la realización y ratificación de la alianza: «yo tu Dios, vosotros mi pueblo». Dios ha creado un interlocutor autónomo y libre para poder iniciar con él una historia de amor y de alianza. Dios pregunta por el hombre para establecer con él una alianza de comunión, un encuentro en alteridad y reciprocidad. Para eso tiene que elevarlo a la capacidad de ser digno de él, de ser un auténtico interlocutor suyo, en definitiva, de ser capaz de participar en la vida divina, porque en esto consiste finalmente la alianza, la vocación para la que el hombre había sido creado: «ser como dioses, hijos del Altísimo» (cfr. Gén 3,18; Sal 82,6).
Dios no ha salido a buscarnos sólo a través de la realidad de la creación, sino que lo ha hecho a través de la historia de pecado y gracia, de elección y caída, de posesión y destierro. Aunque la historia de la creación y de la alianza ya deja lugar para el encuentro dramático entre Dios y el hombre producido por el pecado, este drama se percibe en toda su hondura de forma especial en la historia del Éxodo y del Exilio. Dios sale a la búsqueda del hombre allí donde este se encuentre, para revelarse allí de forma más honda todavía, más cercana a su ser; para sacar y rescatar al hombre de la situación negativa en la que estaba sumergido y conducirle desde ahí de nuevo a la vocación para la que lo había creado: la filiación y desde ella la fraternidad. ¿Hasta dónde está dispuesto a ir Dios para buscar al hombre esclavizado y desterrado? Dios se hace al camino con su pueblo a través de un inmenso desierto para sacarlo de la esclavitud y conducirlo a la tierra prometida; Dios se liga al destino de este pueblo que es desterrado a la diáspora para experimenta para revelarse desde el ocultamiento de su poder y reconducirlo así al destino prometido.
El libro del Éxodo es considerado por algunos con razón como «el Evangelio del Antiguo Testamento» en el sentido de que este anuncio de salvación constituye el fundamento de la fe de Israel (cfr. Ex 13,14s). Éxodo es el término griego que dieron los traductores del AT en la LXX al segundo libro de la Biblia. Es evidente que con este término querían hacer referencia a la salida de Egipto del pueblo de Israel. Pero desde nuestra perspectiva podemos hablar más bien del éxodo y la salida de Dios para rescatar a Israel del yugo de la esclavitud y guiarlo de nuevo al don de la promesa más allá de todo intento de dominación exclusivista o posesión idolátrica. El texto que nos narra el encuentro del Señor con Moisés en la zarza es muy elocuente: «Yo he visto la miseria de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para liberarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa» (Ex 3,7- 8). Los sustantivos y adjetivos que describen la situación del pueblo de Dios son significativos: miseria, opresión, sufrimiento, clamor, pero todavía lo son más los verbos que describen la acción de Dios: ver, escuchar, conocer, bajar para liberar y para subir.
Todos ellos indican una acción de atención y de inclinación hacia los hombres. Hasta el punto de que a los que conocemos el Nuevo Testamento nos parecen un anticipo del misterio de la encarnación. Al antropomorfismo de ver a Dios paseándose por el jardín del Edén, enfureciéndose por la maldad que domina toda la tierra, arrepintiéndose de haber creado al hombre y estableciendo un pacto definitivo con él, hay que añadirle ahora este cuadro pintado en el libro del Éxodo. ¿Qué significa esta visión antropomórfica de Dios? ¿Es una representación naif de Dios que hay que abandonar en la edad adulta o la expresión profunda de que Dios es siempre el Dios de los hombres, vuelto hacia ellos que no sólo se interesa por su situación, sino que sale en su búsqueda para comprometerse eficazmente por él y su salvación? La tradición judeocristiana ha pensado más bien en esto segundo.
La presencia de Dios en el Exilio hay que verla desde esta misma perspectiva. Si la destrucción del templo y el exilio de la tierra prometida son signos evidentes de que Dios ha rechazado a Israel, castigándolo por sus pecados, la pregunta que se hace el pueblo de Dios es evidente: ¿dónde está Dios en este momento de catástrofe absoluta? Nos ha acompañado en el destierro. Su gloria ha abandonado el lugar bello y pacífico del templo para hacerse al camino con Israel y padecer con él el exilio y abrir desde este lugar de abandono y oscuridad el camino de un nuevo éxodo más portentoso y significativo que el anterior. Dios no abandona a su pueblo a su suerte, sino que se solidariza radicalmente con él al asumir en primera persona o a través de un mediador privilegiado sus pecados. La experiencia del Exilio ha sido capaz de generar esos cuatro cánticos del Siervo de Dios que ya han quedado para siempre como obras maestras de la literatura religiosa. Israel los ha comprendido como cuadro y expresión de la acción misericordiosa de Dios que carga sobre sus espaldas el pecado de los hombres. No son expresión de una violencia sacralizada, sino de la solidaridad de Dios hasta el extremo de padecer con las consecuencias del pecado de sus hijos. De esta forma, toda situación de soledad, de abandono, de pecado y de muerte ha sido trasformada de tierra de perdición en lugar de encuentro con Dios, donde él nos busca para al asumir con nosotros nuestras flaquezas, las trasforma y sana desde dentro.
Todo este camino y salida de Dios de sí mismo para encontrarse con el hombre a través de la creación y de la alianza, del éxodo y el exilio, se culmina con la persona de Jesucristo. Él es la expresión visible y permanente de que Dios siempre está en búsqueda hacia el hombre, volcado personalmente hacia nosotros. En él y desde él sabemos que Dios es pro-existente, es decir, vida volcada hacia los hombres para que seamos y existamos, para mantenernos a salvo y llegar a la plenitud y el fin para el que hemos sido creados. La persona de Jesucristo son las entrañas compasivas enviadas por Dios al mundo (testamento de los Doce Patriarcas) para curar y sanar al hombre que ha quedado golpeado al borde del camino; él es quien se ha convertido en el hijo perdido para salir así a buscar a todos los perdidos y extraviados que ya no tienen la capacidad para volver sobre sí mismos, iniciar un diálogo interior, levantarse y ponerse de nuevo en ruta hacia la casa del Padre. «Ven, Jesús, a buscarme, busca a la oveja perdida. Búscame, encuéntrame, acógeme, llévame», decía un monje benedictino del siglo XI llamado Anselmo de Canterbury.
Cristo va a salir al encuentro de los hombres, perdiéndose a sí mismo y derrochando su vida en el camino de la cruz. Lo volveremos a contemplar como siempre en la Semana Santa, especialmente en el relato de la Pasión, ya sea en relato de Marcos, como abandonado, el Domingo de Ramos o en relato de Juan, como el amigo que ama a los suyos hasta el final, hasta el extremo, el Viernes Santo. Jesús, abandonado por los suyos e incluso por Dios, al introducirse voluntariamente en la noche de las tinieblas va en busca de todos los perdidos, para que también a estos, a todos, les alcance la misericordia del Padre. El escándalo que provocó Jesús al compartir la mesa con los publicanos y los pecadores se consuma y se descifra desde el escándalo de la cruz provocado por Jesús al poner su propio cuerpo como mesa y cercanía perenne para los pecadores. En la cruz, el Padre, por medio de su Hijo, ha salido al encuentro de todos los que se hallan extraviados del camino de la vida, y en sus brazos abiertos en el madero de la cruz, nos ha abrazado a todos los hombres. De esta manera nos ha mostrado claramente que la iniciativa para que nos encontremos con él es exclusivamente suya y nos ha dejado para siempre, en el banquete pascual de su amor entregado. Ya no hay distancia ni lejanía última que pueda hacernos pensar que hemos sido abandonados por Dios. Dios mismo la ha recorrido en la persona de su Hijo. Si él es el Abandonado por Dios, es para en él todos seamos encontrados por Dios Padre. En Jesucristo ya no sólo se nos revela el Dios que busca, sino el que se pierde para encontrarnos definitivamente. El Dios que se ha convertido a nosotros, para que nosotros nos convirtamos a él.
Pero no solo como Abandonado y Crucificado se ha hecho presente solidariamente en nuestra vida y en nuestra muerte, en nuestra soledad, sino que finalmente, como Resucitado nos ha ofrecido su compañía definitiva. Él nos ha dado su Espíritu, su Aliento, que es el Espíritu y Aliento de Dios, para que podamos encontrarnos con él, los que no lo pudimos conocer en su vida terrena; los que estamos llamados a «creer, sin haber visto» (Jn 20). ¿Cómo podemos encontrar a Cristo Resucitado en un mundo que parece que todo nos habla de muerte? Nuevamente, es él quien se hace ver, quien sale al encuentro y en búsqueda de los discípulos, cuando estos todavía están encerrados, por miedo y llenos de tristeza. Él es quien toma la iniciativa para encontrarse con ellos en Galilea, allí donde comenzó todo. Gracias a la presencia del Paráclito, del Espíritu, como su memoria viva e intérprete autorizado, somos capaces de descubrir la presencia de Cristo resucitado en el mundo: en su palabra viva, en la asamblea reunida, en la fracción del pan, en el prójimo que nos acompaña en el camino (Lc 24). Todo, desde el Espíritu, puede hablarnos de Dios y de su presencia, que está ahí, latente, pero realmente presente, para encontrarnos, para que nosotros nos encontremos con él.
Esta es la «conversión de Dios», es decir, el vuelco de Dios hacia la vida del hombre en la persona de Jesucristo. Desde un Dios así, acogiendo su iniciativa de búsqueda hacia nosotros, podemos iniciar un auténtico camino de arrepentimiento y conversión de búsqueda y encuentro con Dios. Con este Dios creador que quiere hacer alianza con nosotros; con el Dios del Éxodo y del Exilio que nos libera y rescata; con el Dios de Jesucristo que se ha encarnado por nosotros.
Comentarios
Publicar un comentario