DISFRUTAR LA VIDA

En este tiempo cercano a las vacaciones y a lo que puede ser el descanso, un propósito al que podemos prestar más atención es el de disfrutar la vida. Esto, aparentemente sencillo, puede quedar un poco lejos de nuestra realidad diaria. Muchas veces parece que en nuestro quehacer cotidiano pesa más la idea de un valle de lágrimas que la de haber sido creados para recrearnos, deleitarnos o saborear nuestro tiempo. Hay incluso quien comenta, como suele afirmar el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, que la buena vida era ni más ni menos que la de la prehistoria, por ser una vida natural, en familia, sin estrés y sin amo.

Para quienes viven agobiados por el trabajo, la sensación de alejamiento de una vida plena cada vez se debe más a la tendencia de trasladar a lo personal la mentalidad y las prácticas propias de ese ámbito. Las lógicas de la productividad y del beneficio impregnan cada vez más las principales esferas de nuestra vida, con un solapamiento creciente entre esas lógicas y nuestras emociones. Algunos autores dicen que hemos pasado a vivir en lo que podría llamarse el Gran agotamiento. A pocos se les escapa esa sensación de cansancio, que se va reflejando en nuestras pequeñas decisiones diarias. Muchas personas están tan fatigadas que eliminan actividades cotidianas que solían realizar. A ello contribuyen unos estilos de vida poco sostenibles, la exposición a grandes niveles de estrés y los problemas de inseguridad económica.

Por otra parte, el ocio cada vez se entiende menos como minimizar la actividad y más como no perdernos cosas “imprescindibles”. Se empieza a hablar del síndrome del «temor a dejar pasar», que es la ansiedad que siente una persona al pensar que está perdiéndose algo importante. Tanto temor a perdernos experiencias puede llevarnos a la falta de autoestima y a la insatisfacción con lo que hacemos o, incluso, a la necesidad de estar expuestos constantemente por temor a sentirnos excluidos. La revolución digital, las redes sociales y una publicidad omnipresente nos llevan a juzgar nuestras vidas cotidianas comparándolas con las cuidadosamente seleccionadas de otras personas.

¿Qué necesitamos para sentir que estamos viviendo una buena vida? Hay mucha gente que sigue buscando respuestas a esta pregunta. Hay estudios científicos que recogen que las personas que se mantienen más saludables y viven más tiempo son las que tienen conexiones más fuertes con los demás. Disfrutar de un buen tejido de relaciones reduce la propensión a desarrollar enfermedades cardíacas, diabetes o artritis y consigue que la aparición de deterioro cognitivo sea más lenta y tardía. Parece también que cumplir años nos lleva a disfrutar cada vez más el momento presente, como si sentir que el tiempo es limitado convirtiera el bienestar emocional en una prioridad.

¿Qué podemos decir desde la perspectiva creyente? ¿Qué experiencias nos hacen sentir que nuestra vida es buena? ¿No debería ser la experiencia cristiana sinónimo de vida plena más que de agotamiento? ¿Qué es lo distintivo de esta experiencia? Alguien con buen criterio podría decir que primero deberíamos delimitar qué es una experiencia. Una primera intuición es que la experiencia es el conocimiento que nos proporcionan nuestros sentidos. Experimentamos calor o frío, sonidos, colores, sensibilidad ante lo que palpamos, etc. Podemos hablar, así, de una cierta forma de conocimiento experimental. Nuestras experiencias no se agotan, sin embargo, en ese tipo de conocimiento. Hay aspectos de nuestra realidad, como el conocimiento que tenemos de nosotros mismos o de otras personas, a los que accedemos mediante otro tipo de experiencias.

Para una persona creyente, la experiencia fundamental es la de un Dios que transforma su vida al revelarse. Experimentar que Dios tiene su condición de posibilidad en su presencia en el corazón de cada persona nos lleva a otro nivel de vida. Hacernos conscientes de esta presencia supone abrir nuestro horizonte a una realidad nueva, es una experiencia de apertura. Implica hacer desde nuestra ladera un esfuerzo para abrirnos a ese Dios que quiere comunicarse. Sería pasar, como Job, del "te conocía solo de oídas" a poder decir "pero ahora te han visto mis ojos" (Job 42,5).

Aceptar esa presencia es la clave de nuestra fe, lo que se decide en el nivel más profundo de nuestra existencia. Creer que Dios nos precede supone una transformación radical de nuestra forma de vivir. Es expropiarnos de nosotros mismos para dejar que Dios ocupe parte de nuestro centro. Es pasar a ser seres visitados, nacidos de nuevo, transformados. Abrirnos a esa presencia implica una vida no egocentrada, estar atentos para descubrirla, escucharla y acogerla.

La cuestión es cómo abrirnos a esa experiencia. Hay muchos relatos del Antiguo Testamento que nos pueden servir de referencia: Abraham en el encinar de Mambré, Moisés y la zarza ardiente, la brisa suave de Elías, etc. Pero hay algo que nos invita a mirar más hacia arriba, que amplía nuestra percepción y nos desborda, con una nueva mirada a la realidad. Lo que viene de arriba solo se percibe desde abajo desde las experiencias humanas. El encuentro con Dios nos abre a algo más grande, que es percibir más no sólo de Dios sino de lo propiamente humano. Son las experiencias de encuentro con otras personas las que constituyen la base de toda otra experiencia.

Quien mejor nos lo revela es Jesús a través de sus propios encuentros con tantas personas, a las que esa nueva relación les cambió la vida: la samaritana, la mujer adúltera, la pecadora perdonada, Zaqueo, Nicodemo, María Magdalena, etc. El encuentro con Jesús las llena de gozo y las transforma, al pasar a ser el centro de su vida. Para nosotros, estos encuentros son modelos para encontrarnos con Dios.

Aspirar a una buena vida es ser receptivos a ese encuentro. Sin receptividad no hay apertura a una experiencia liberadora. Los relatos de encuentros nos hablan de la presencia de Dios y también de la necesidad de emprender nuestro propio viaje. Como dice el texto deI Apocalipsis, “Estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). Las mismas circunstancias de nuestro tiempo que, como esa puerta, parecen interponerse entre Dios y nosotros, pueden ser el lugar donde se hace posible nuestro encuentro con él.

Disfrutar la vida es embarcarnos en esa tarea de descubrimiento de Dios a través del encuentro con otras personas, sobre todo las que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. La fe que podemos depositar en ellas y ellas en nosotros abre nuevas ventanas de esperanza. Una buena vida puede comenzar desde el reconocimiento de nuestra deuda con los demás. Ayudará también tener presentes en la oración a las personas con las que necesitamos encontrarnos. Sin ella será muy difícil descubrir en nosotros mismos y en nuestro mundo la presencia de ese Dios que transforma nuestra vida en buena.

LAC

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