ACEPTAR NUESTRO TIEMPO
A medida que vamos cumpliendo años es habitual que recurramos a imágenes como la de que el tiempo se nos escurre entre los dedos. Más que deslizarse, vuela sin damos cuenta. No siempre es fácil aceptar que el tiempo pasa y más difícil todavía es saber interpretar el que nos toca vivir. Nuestras necesidades van cambiando y también lo hace nuestra visión de la vida. Las aspiraciones y los objetivos se van modulando a medida que la vamos descubriendo.
Echar
la mirada atrás puede ser bueno para dar sentido al camino recorrido hasta el
presente. Un
ejemplo es un documental reciente que muestra cómo un grupo de antiguos
adolescentes, ya convertidos en adultos, reciben una visita de su yo del pasado
(El método Farrer). Un profesor de instituto canadiense pidió durante
más de cinco décadas a sus estudiantes que enviaran una carta a su yo del
futuro. En ella tenían que recoger sus temores y sus aspiraciones. La película presenta los testimonios de
algunos de los autores de esas cartas al recibirlas varios años después. Muchos
se emocionan y una mayoría quieren abrazar y consolar a su yo adolescente.
Todos coinciden en que reconocerse les causó un gran impacto.
Una
experiencia complementaria es plantearnos que nuestro yo del presente visite a
nuestro yo del pasado. En Bailar con el tiempo, José María Rodríguez
Olaizola describe la propuesta hecha a un grupo de personas de escribir a su yo
más joven. Aparecían, sobre todo, aprendizajes de la vida adulta, en un
ejercicio que ayudaba al yo del presente. La mirada al yo del pasado puede
remover algunas heridas, pero es también una forma de reconocer lo que la vida
nos va enseñando.
Situarnos
en el tiempo e integrarlo en nuestra propia evolución no es una tarea fácil.
Podríamos tomárnoslo con humor, como Groucho Marx, que decía que «La edad no es
un asunto particularmente interesante. Cualquiera puede hacerse viejo. Todo lo
que tienes que hacer es vivir lo suficiente». Si aspiramos a integrar el paso
del tiempo en nuestra experiencia creyente tenemos que reflexionar sobre cómo
vivimos las distintas etapas y cómo aceptamos su paso en nuestras vidas desde
una mirada de fe.
El
pasado es un buen maestro y nos ayuda a comprender mejor tanto la vida como a
nosotros mismos, pero no podemos quedarnos anclados en él. Debemos preguntarnos
hacia dónde se mueve nuestra vida y si viaja hacia adelante. Uno de los textos
sapienciales más conocidos es el Todo tiene su tiempo del libro del Eclesiastés.
Hay tiempo de callar, lamentarse o llorar, como lo hay de abrazarse, reír o danzar
y todos son ocasiones para vivir en plenitud. Qohelet, el autor de ese texto,
no nos dice cuál es el tiempo adecuado para hacerlo, sino que la vida nos va a
dar muchas oportunidades para conseguirlo. También la vida nos ofrece
continuamente enseñanzas, que no podemos ignorar. Una de las más importantes es
que no la podemos meter en una jaula. Avanza inexorablemente, la sigamos o no.
Hay que bailar el baile entero sin saltarnos ningún compás.
Entender
nuestra relación con el tiempo es contemplar nuestra historia desde esa mirada.
Aceptarla exige mirar hacia atrás y contemplar nuestra vida como algo digno de
haber sido vivido. Es posible que en el balance pesen más las anotaciones en el
debe que en el haber. Debemos ser indulgentes con nuestra propia fragilidad y
dejar que afloren esas debilidades, aceptándolas e incluso queriéndolas. Dios
siempre nos puede sorprender desde nuestros límites.
Se
trata también de aceptar algo que hoy cuesta cada vez más, que es la lentitud
de los procesos vitales, la importancia de lo germinal frente a las
realizaciones inmediatas. Lo importante es seguir caminando sin perder de vista
el horizonte, aunque los pasos sean lentos y pesados. Lo reflejó muy bien
Eduardo Galeano en su popular cita: «La utopía está en el horizonte. Camino dos
pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá.
Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar». Nuestro
examen al declinar la tarde no será de si es mucha la cosecha, sino de si
salimos a sembrar.
Esa
llamada a despertarnos, a contagiar alegría y sentido de vida la podemos escuchar
tanto al principio de nuestro viaje como en el atardecer de la vida. Lo mejor
de nuestra vida puede estar al llegar. Para poder recibirlo, con todos los
condicionantes que puedan limitar nuestras capacidades y nuestro ánimo, tenemos
que abrir los sentidos. Hace muchos años nos lo cantaba Roberto Carlos: “No se puede negar los sentidos, tampoco cerrar los oídos,
a las cosas que nuestra conciencia no esconde jamás. De ti mismo no puedes huir
y tampoco a ti mismo engañar. Búscate, encuéntrate, date prisa, Él está al
llegar”.
Nuestro
yo del pasado y nuestro yo del presente impulsan nuestro yo del futuro. Nos
queda lanzarnos hacia lo que está por delante (Flp 3,13), como viajeros que
viajan hacia el futuro caminando de espaldas: dirigirnos sin temor hacia lo que
aún no conocemos, apoyados en la fidelidad de Dios, ya experimentada a lo largo
de nuestra historia. La clave es ponernos en sus manos y dejarnos hacer: «Hasta
vuestra vejez yo seré el mismo, hasta que tengáis canas os sostendré; así he
actuado, así seguiré actuando, yo os sostendré y os libraré» (Is 46,4). Lo
podemos hacer porque «su ternura y su lealtad son eternas» (Sal 25,6-7). Lo más
importante de nuestra vida será saber recibir. Es poder decir cada día «Tú,
Señor, eres el que transformas mi vida».
LAC
Gracias Luis por dedicar parte de tu tiempo a enseñarnos y mostrarnos estas reflexiones tan interesantes
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