CELEBRAR LA NAVIDAD

Un misterio insondable para cualquier creyente es que Dios descienda personalmente al mundo. Que Dios, el invisible, se haya acordado de nosotros («¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?») y se haga presente en Jesucristo nos revela la dignidad de nuestra condición humana. Ese misterio se ha manifestado como amor infinito que nos acompañará siempre. La encarnación es el momento en que la eternidad visita la tierra. En la raíz de nuestra vida adormecida habrá siempre una luz encendida. Que Dios se haya hecho carne y haya habitado entre nosotros en la persona de Jesucristo da un sentido nuevo a nuestra historia. Toda carne se refleja en esa carne, carne de Dios en carne nuestra.

Solo por ello todos los días del año deberían ser de celebración y, más aún, los del tiempo de Navidad. Hay personas, sin embargo, que antes de que empiecen estas fiestas ya quieren que sea el 7 de enero. Según una encuesta realizada por la Fundación de las Cajas de Ahorro, uno de cada cuatro españoles declara que no le gusta la Navidad, porcentaje que tiende a aumentar cada año y que crece significativamente con la edad, ampliándose a una de cada dos personas cuando se pregunta a los que tienen entre 55 y 65 años.

Mientras que para algunos son días de alegría, familia y fiesta, otros viven este tiempo con indiferencia, resignación e, incluso, desesperanza. Estos sentimientos no solo están presentes en personas que han perdido la ilusión, sino también en otras en las que el contraste entre la Navidad que vivieron en otro tiempo y la que pueden vivir ahora es muy grande. No ayuda, desde luego, tener saturado el teléfono por la cantidad de videos ocurrentes o mensajes reiterativos. Ni tampoco la necesidad de atender a una desproporcionada oferta de compromisos sociales, donde los excesos son más la norma que la excepción. No es extraño que muchas personas se desencanten ante la idea de ser felices obligatoriamente en estas fechas.

Pese a todos estos condicionantes, la Navidad puede ser cada año una gran novedad. Ese Dios que se hace carne de niño sigue queriendo estar cerca de nosotros. Una vez más viene a encontrarse con quien quiera recibirlo. En cada una de nuestras historias personales, ese niño nos ofrece una nueva esperanza de volver a ser redimidos desde el amor. Nadie puede anularla, ni siquiera nosotros mismos. Por más difícil que nos pueda parecer, este amor supera siempre nuestra propia razón y nuestras reglas de comprensión. Con la Navidad, Dios toma rostro humano y podemos reconocerlo en nuestra realidad. Dios dijo una Palabra que no se quedó en el vacío, sino que se hizo carne.

Cada Navidad es una nueva invitación a renovar nuestra vida desde esta esperanza y a aprovechar la oportunidad que se nos abre de transformar nuestra fragilidad en fiesta. Para quienes han saboreado el fracaso, la Navidad es todavía un mayor regalo. Abre un tiempo nuevo en nuestra dinámica y nos ayuda a seguir persiguiendo el ideal de una existencia plena. Tal como dice el ángel en el Evangelio de Lucas, hoy podemos volver a proclamar que, en nuestra historia, en nuestras coordenadas de tiempo y espacio, vuelve a hacerse presente un anuncio de salvación. También nos dice «paz en la tierra a los hombres porque son objeto de la buena voluntad de Dios» (Lc 2,14). Jesús nace porque es el regalo con el que Dios nos muestra su buena voluntad. Ese amor de Dios es la causa de nuestra paz.


Una fiesta tan grande no puede ser ajena al dolor del mundo. La alegría de la Navidad tiene que ver con el nacimiento de un niño que nace a la intemperie. El anuncio de ese nacimiento que hace el ángel a los pastores sucede en un medio adverso. El niño que nace, el Emmanuel (Dios con nosotros), estará siempre en medio de ellos. La gloria que se les anuncia es que Dios tomará postura en su historia mediante esa nueva vida. Desde ese momento, es el modelo de una nueva humanidad a través de un modo de ser y de vivir que nos humaniza, al revelarnos el proyecto que Dios tiene para toda persona. En este niño nos descubrimos hijos del mismo Dios y, por tanto, hermanos. La Navidad es, sobre todo, dar posada a ese proyecto de Dios. También es la ocasión de centrar la mirada en tantas personas que no tienen unas condiciones de vida dignas.

Esa forma de hacerse presente entre los excluidos también la simboliza el pesebre, un tema teológico que aparece en el profeta Isaías: «El buey conoce a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende» (Is 1,3). Fue desarrollado en el evangelio apócrifo de Santiago, que toma el buey y el asno de Isaías. El pesebre simboliza el rechazo posterior de Jesús. Ernst Bloch escribió que «el pesebre y la cruz están hechos de la misma madera» y San Ignacio de Loyola dijo que «nace en un pesebre para venir a morir en la cruz». Con el pesebre, se ilustra desde su nacimiento el mismo rechazo que Jesús adulto sufrió y que le llevó a la cruz. El evangelista Juan lo señala en su prólogo: “la luz vino al mundo, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1,1-5).

Los pastores sí fueron capaces de ver esa luz. Se ponen en camino para encontrar lo que el ángel les había anunciado. Aquellos a los que la sociedad marginaba corren hacia ese encuentro. Creen que en un pesebre está el futuro de salvación que se les ha anunciado. Al ver al niño, transmiten a otros ese anuncio de una nueva esperanza, suscitando la admiración de quienes escuchan su relato. Se convierten en los primeros evangelizadores al transmitir la buena nueva que les comunica el ángel.

La Navidad es también la fiesta de la paz. Nunca será más apropiado decir aquello de tengamos la fiesta en paz. Es la fiesta de tender puentes, reparar los vínculos quebrados y desterrar el rencor. La paz que nos ofrece la Navidad nos hace sujetos y nos fraterniza. Todo esto es posible si lo asumimos sin temor, «pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (2 Tim 1,7). La Navidad es el derecho a vivir sin miedo. Es la invitación a comprometernos a hacer posible un mundo en el que la justicia y la paz se abracen (Salmo 85,10).

Urge volver a celebrar la Navidad con más ganas que nunca y rescatar el significado que tiene la persona que nace en Belén como regalo para toda la humanidad. Restaurar ese sentido nos da razones para vivir fraternalmente. La Navidad es una ocasión especial para reunirnos y compartir la fe en comunidad. Ese Dios cercano y comprensivo con las dificultades humanas, ese “Dios con nosotros”, nos llena de esperanza.  

LAC

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